15 sept 2009

TRES EN UNO CON NORTEC

Como ninguna otra... Esa intempestiva descarga de horas noche que vacilan en contoneos groovie, en ondas más hard, en vientos relajados o en bamboleos de cinturas imparables, se ven todos los fines de semana en cualquier rincón sonoro de esta ciudad que grita eventos por doquier sin respeto de brújula o rosas de los vientos, lo importante es la melodía expresiva que se transpira en cualquier calle de Bogotá desde el viernes hasta el final de la semana.

Y bien puede ser el riff desafinado de algún punk que quiere vomitar sus desahogos en tarima, las tornamesas calientes de los Dj's de hip hop que revientan las puntas de diamante en scratches esquizofrénicos, las guitarras explosivas y demenciales de un metalero que se confunde entre el sísmico movimiento de su cabeza y el acelerado paso de los dedos a través del diapasón, o la guacherna sudorosa del guagancó que rebota hasta los pies y produce la ansiedad desesperada pero placentera de bailar, o el conspirador de beats a través de los Denon y las máquinas que cotorrean figuras para golpear el oído y mover el esqueleto, en fin, gastaríamos tres(cientas) reediciones de enciclopedias Salvat en la búsqueda de la descripción de la noche bogotana en acontecimientos con sabor a sonido.

Pero, para llevarse una idea del frenetismo, desmadre y majestuosidad del movimiento de conciertos en el distrito, hay apenas una pequeña muestra: un fin de semana cualquiera, sin ninguna característica especial de Aniversarios conyugales, Onomásticos de celebridades o Efemérides gloriosas, simple, silvestre y desinteresado en materia de justificar la salida nocturna. Sencillamente, es viernes.


El escogido entre tanto evento (se pueden contar mal unos quince como mínimo por toda la ciudad) es un bar pequeño con más cara de restaurante (de hecho, es un restaurante disfrazado de bar) bautizado como La Moderna, sitio que recoge todas las mixturas con el paladar auditivo marino, raizal y muy pero muy afro. Los invitados al minimalismo de la tarima diseñada para el peligro de tocar y caerse en el terremoto del jolgorio son La Makina del Karibe, ensamble de eclecticismo caliente, combinación aventurera de pescado dulce con jugo salado, pero tan, tan sabroso que es inevitable no caer en las redes de este alimento fusionado con ingredientes provenientes de las remotas manos musicales del Africa, algunos toques de folclor del caribe colombiano, guitarras afinadas de sonsonete isleño (muy a lo Providencia, y mejor, a lo Quitasueño, pues su sonido no deja dormir, incita a los ojos vivos y zapatos inquietos), y las voces combinadas que parlotean frases para chuparse los dedos y quitarse las medias, un festín de caderas no tan prominentes que se revuelven entre instrumentos de color playa.

El ritmo de la influencia mayor es el soukuos que viene del Congo, y en verdad es la muestra fiel de que los negros saben gozar desde su misma corporalidad hasta sus expresiones melódicas. El Charry Stereo desde su batería dirige a una tropa invadida por el sabor, piernas y manos al servicio de la perfecta disipación de ciudad; Malpelo viene y ataca, un primo de Mandela vociferando letras de suculento calibre y poniendo el flow de eslabón perdido entre Colombia y Mozambique; unas percusiones hirvientes a manos de la fémina deliciosa Adelis Mix, y el compañero Happy Drum; un guitarrista encarnando al Makiman, el superhéroe divertido de las cuerdas con voz de marciano castrado que acuña chistes flojos de siesta costeña pero inevitablemente hilarantes en medio del ambiente de luna en bikini que traiciona al sol en plena lujuria de playa citadina. Y un conjunto de músicos que se complementa uno al otro, armonía de caos alegre, mecenas de alborozo para noche fría, patrocinador del viernes que propone invitación a ver el amanecer con los ánimos encendidos mientras las costas se apoderan del pavimento.

Y después del viernes continúa el sábado, fecha imperdonable de juerga para quienes se ven obligados a la cobija laboral del día anterior por sus obligaciones de corbata o media velada. La cita esta vez es conglomeración de medianoche para los amantes del beat fusión. Una visita que recoge ambientes de Sinaloa y Tijuana aterriza en el Teatro Metropol del centro de la ciudad, epicentro de conciertos alternativos y sonoridades no tan golpeadas por la radio comercial. Y a son de acordeón, tarola, trompeta y beats se enciende el escenario con un performance original, creativo y sin demasiadas pretensiones, la música es la protagonista, el baile es el copiloto de esta aventura análoga y digital.


Dos representantes del Nortec Collective son los animadores de este light sabbath, Fussible y Bostich juntan fuerzas para reventar parlantes y endulzar a la masa que está ávida de su Tijuana Sound Machine. El señor don Pepe Mogt (Fussible) regurgita texturas electrónicas de orden bailable con aroma a chile picante mientras sostiene una especie de nieto del atari que produce vibraciones visuales y suelta resonancias discotequeras con dejes a kebraditas y zapateos de bota texana, se mezcla esta modernidad tecnológica con los desérticos paisajes de la Baja California, ensamble maravilloso que revolotea entre las piernas del respetado público, que ondea verbalmente la bandera musical de México.

Mientras tanto, el señor Ramón Amezcua se trae todo un line-up de músicos que parecen salidos del baúl de Los Tigres del Norte, trompetista, acordeonero , tarolero y obviamente el respaldo digital en las mezclas del VJ y el talento de Bostich, una propuesta más atrevida que va generando velocidades insospechadas a lo largo de sus temas con redobles inclementes, acordeones con ecos y solos al mejor estilo rockstar, trompetas traviesas que marcan el ritmo o llevan al éxtasis las canciones, e imágenes en clip que recorren todo el aparato cultural del norteño promedio, con su bigote prominente, sombrero protector de sol árido, botas seguras y viriles, avisos de neón que llaman al placer candente de la música y ese carraspeo tan particular de soberbia que trae su origen, el orgullo de ser un mero macho, con la gran diferencia que esta vez las historias no se remontan a una banda de narcos o un revólver con récord de víctimas, sino al persuasivo llamado del baile de tierra efervescente, el cactus digital, la culebra que sacude su cascabel entre beats, el sombrero texano que baila kebraditas electrónicas, esa conjunción tan especial de la cultura autóctona con la contemporaneidad, para redondear una noche de sábado marcada por el Tijuana Sound Machine.

Después de semejante jornada de pies bulliciosos y cabezas de movimiento incesante, damos paso a un plan más pacífico, al aire libre y en completa armonía comunitaria, pero eso sí, sin perder el flow del fin de semana. El domingo se presta para dejar caer el peso en el virtuosismo de los instrumentos, en la maestría del músico y en la escucha sin aderezos de pirotecnia o luces cegadoras. El espacio es Jazz al Parque, evento que se realiza todos los años en septiembres amorosos en el Parque el Lago de Bogotá, metales que acompañan la idílica atmósfera de un San Valentín que rompió los calendarios del mundo para colarse de forma inusual en Colombia para esta época, y que bien es recibido por la musicalidad del jazz.


El cartel se compone de distintos invitados, locales y foráneos, y toda la tarde del septimo día se embalsama en las armónicas melodías del piano, los nostálgicos fraseos del saxo tenor, o el desdoblamiento del saxofón sexual y expresivo. Pero nos concentramos en la agrupación de cierre, espléndidos invitados que evaden la capital del mundo para contagiarnos de su sabor en la tarima de este festival, Groove Collective, que no necesita tantas descripciones al comprobar su nombre, pues este lo resume todo: Un Jay Rodríguez que lidera con pasión esta asociación de géneros que navegan entre el funk, el soul, algo de afro, salsa, y por supuesto, jazz. Su saxofón y flauta cuentan historias vehementes y coloridas, la sangre se dispersa hasta el interior del instrumento y revela su amor por lo negro ancestral, mientras sus compañeros de equipo sacan a relucir sus dotes diestras: Barney McAll desbarata y reconstruye las teclas de su piano con pasión, y se toma tiempo para crear wah wahs en su pequeño Fender Rhodes, citando al puro funk de los setentas en sus notas; el 'Ifatoyè' Theberge, que despliega sus palmas para dar el toque más afro en interpretación, pues es el dueño y señor de las congas; un vibráfono que hace viajes enteros desde los agudos a los graves en solos eternos de aparición que invoca el aire insular, y una batería que sin perdón acompaña con estruendo virtuoso el frenesí de este acid jazz categórico, música para aderezar el domingo de abrazos campestres y pasiones moderadas, esa malicia tranquila que impone el cierre de semana que es efluvio de músicas de otros mundos para el propio nuestro.

No basta un solo fin de semana para deleitarse con tanto color, con tanta variedad de estructuras que se dispersan en bares y teatros, pero sí hay que dejar en claro que en solo tres días se puede vivir de forma tan disímil y enriquecedora ese ambiente de "Tres en Uno", que solo una ciudad como Bogotá puede ofrecer bajo el paradigma de la pluriculturalidad, y se puede comprobar con cada paso de nuevos viernes, sábados y domingos atiborrados de eclecticismo.

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