10 oct 2019

SAN PACHO: LA FIESTA QUE REZA ES NEGRA


El malecón de Quibdó sufre de una bella austeridad. No es ostentoso, las aguas de río Atrato se refugian en colores discretos, no hay arena, no hay discotecas, hoteles con más asteroides que estrellas. Ese es su encanto. Se desprende de los cánones sofocantes del turismo convencional y ofrece la paz ansiada que nos niega el Caribe y los sitios top de TripAdvisor. Cuenta con un parque para hacer ejercicio, su típico letrero municipal y la imponente vista de la catedral San Francisco de Asís, dueña y señora de la vistosidad arquitectónica de la pequeña ciudad. Y epicentro final de la fiesta negra de San Pacho.

Chocó es un departamento olvidado por el gobierno, visto con malos ojos por quienes no lo conocen, empapado en periódicos de pobreza y corrupción, encerrado en la mitad de la selva sin los 'beneficios' de la civilización. Su mayoría es negra, heredera del cimarronaje esclavista y promotora innata del pacifismo. Su gente está construida en genes serenos, resistente, educada y provista de una energía maciza que le agradece favores al pescado de agua dulce y el plátano. Pero ante todo, una raza nacida para bailar.

Las fiestas de San Pacho congregan 12 barrios franciscanos que se desenvuelven entre la música y la oración. Desfilan comparsas sencillas, con trajes confeccionados al son de la recursividad, bonitos estampados pero sin la lentejuela de otros carnavales, con carrozas hechas a pulso que homenajean al Atrato y obviamente a su santo patrono. Se acompañan con la banda de chirimía, el formato institucional de la música chocoana con clarinete, saxo, platillos y tambores que acompañan sus ondulaciones corporales y aderezan las calles húmedas del vecindario.


Al final del desfile, el bunde. Una suerte de Apocalipsis bailable colmado de delirio corporal, humores fuertes y danza incesante. Un camión lidera el bullicio musical y va invocando un rebaño desbocado que aplaude, baila y suelta todo su paganismo en la calle como si no hubiera mañana. Es una horda incontrolable, contagiosa y llena de vigor, que sorprende por su poder infatigable y que va acompañando la última línea del cortejo hasta el final del recorrido. La negrura sísmica no para de bailotear.

Luego del calor agotador de cielo sin sol viene la noche. Pero el calor continúa. Quibdó es la ciudad de la transpiración eterna. Yescagrande, barrio representativo del centro, prepara su arsenal fiestero. Y todo es con marca local, nada de artistas de otros linderos. Tal vez por la falta de presupuesto, tal vez porque no quieren muchos foráneos en su propio jolgorio. Se nota que la fiesta no es un homenaje al derroche. Bailarines locales conocidos como exóticos hacen duelos circulares para saber quién es el mejor a la hora de retorcerse, de jactarse de popping chocoano, de contorsionarse en la infinita flexibilidad afro, duelos llenos de alegría, algarabía y aguardiente Platino. Entretanto las mujeres locales sacuden su trasero presto para la conexión genital, en el bárbaro y fascinante choque, el anca revoloteando cual batidora dispuesta a recibir al compañero que disfruta la cercanía, en una especie de galope libidinoso y sin prejuicio, las formas naturales de la danza quibdoseña.


La música en vivo está contagiada del aire popular del interior. El vallenato es columna pétrea de peluquerías, asaderos y cantinas, y no deja de serlo en los barrios paganos del San Pacho. La caja y el acordeón revolotean decibeles entre las bandas de covers. Son grupos privilegiados, pues son casi las únicos que llevan instrumentos. El resto del cartel son cantantes emergentes de salsa romántica y reggaetón que se deben defender cantando con pista al mejor estilo del transporte urbano. No obstante, la gente corea, baila y goza entre las gotas de lluvia nocturnas que diariamente acompañan el pavimento del bochorno chocoano. ¿Lo mejor? La chirimía, el formato que revuelve la entraña del negro, el indígena, el blanco. El poder de los vientos pacíficos que hacen erupción en tarima para rodear de negrura el espíritu de la celebración.

Entre el olor del arroz con longaniza y sopa de queso el río recibe la Balsada. Los barrios representativos decoran con esmero doce rústicas embarcaciones que se disponen a ser el objeto de la mirada de fieles y ajenos. El agua pone a navegar un banderero que agita el estandarte, una delegación corta en forma de comparsa, la banda de chirimía y el balsero. San Francisco es entonces el patrono del agua entre flores, ornamentaciones caseras, bombas de inflar y la entereza festiva que proyecta la banda. El malecón, atestado de cercanos y ajenos, recibe con alborozo el acto de las balsas franciscanas en el agua, que evocan la primera celebración de Fray Matías Abad con los indios del Atrato en el siglo XVII.

Después de pecar hay que rezar. Yescagrande, Alameda Reyes y Niño Jesús fueron los barrios de turno en cerrar el pagano frenesí. Pero al final de la fiesta, a las tres de la mañana se concentran los Gozos franciscanos, una procesión solemne de gente silenciosa que va al ritmo de unos hermosos cantos afro en honor al santo, una voz de ángel de piel negra que busca redimir toda culpa. Doce horas más tarde la procesión se hace multitudinaria, con San Pacho en hombros, la banda musical tocando su himno y el padre dirigiendo la devoción. Y es que los chocoanos, así como bailan rezan. La fe en su patrono es inmensa, cumplen mangas -penitencias- vestidos de franciscanos y cantan con convicción las alabanzas a San Francisco de Asís. El ritual debe arribar a la catedral en una misa estelar donde los habitantes se purifican del pecado y espantan la pena. Todo debe ser negra pureza.



San Pacho es parranda, sudor, agua y oración. Es el desahogo febril de las piernas durante cuatro meses - la fiesta se extiende a los barrios pequeños hasta diciembre- , es el grito estoico de la negritud invisible, es la inquebrantable fe que atraviesa ríos y selvas, es el calor hostigante que muta en una inexplicable paz, pero ante todo es un manifiesto de pertenencia e identidad que ninguna multinacional o guerra les puede quitar, es el Chocó en su calidad humana sobresaliente y sobreviviente, un legado cultural que sigue marcando huella por generaciones enteras.