17 dic 2018

TURQUÍA O LA FRONTERA MÁGICA


Cruzar un continente es una sensación única e infinita. Un momento eterno parado en la mitad del ferry en pleno Mar del Bósforo, donde las extremidades deciden qué pose continental adoptar. El lado europeo cosmopolita, moderno, suntuoso y vertiginoso; o el lado asiático parsimonioso, conservador, místico y milenario. Estambul ofrece aquella encrucijada mágica, una ciudad caótica de 15 millones de habitantes, envuelta en alfombras, historias imperiales y magia transcontinental.

El Mar de Bósforo conectando continentes
Hormigas de cuatro ruedas invaden las autopistas y calles principales de Estambul, su tráfico es tan incesante y desesperado como el de cualquier ciudad sobrepoblada en América Latina. Entre burkas, hiyabs, bigotes y legendarias ojeras de comerciantes turcos se mueven las dinámicas calles de la capital, que se concentran en llamar la atención mediante su casco histórico, mitológico lugar de imperios, reverencias islámicas y baños turcos.

El camino del antiguo hipódromo de Constantinopla -hoy convertido en una especie de bulevar de vestigios- guarda pasos de historia por doquier. Jeroglíficos egipcios se plantan en el obelisco antiguo de Teodosio y más adelante posa su primo, el obelisco de Constantino, sin inscripciones, ajado, pero estoico. Reposa la Columna de las Serpientes sin serpientes, pues fueron descabezadas por la inquina de la historia. Lo más moderno que se visibiliza en aquel espacio de grandeza decaída es La Fuente Alemana, recuerdo prusiano de comienzos del siglo XX, que conserva sus formas a diferencia del maltrato al Hipódromo, que sin embargo, es una arruga histórica de gran valor.


Las mezquitas son la constante. Las principales, en pleno casco viejo, son vecinas: la siempre atractiva Santa Sofía y la de Sultanahmet, conocida como Blue Mosque. Las dos, objeto de adoración y turismo. Las dos, disidentes de zapatos, recolectoras de oraciones y fotografías continuas. Las dos, símbolo de un conservadurismo rígido, exclusión a las mujeres y un culto a Alá lejano a Occidente.

En contraste, el culto al comercio se encuentra a pocas cuadras. El Gran Bazar, uno de los mercados más grandes del mundo, es una despensa de antojos hechos de oro, alfombra, telas y artesanías. Turcos astutos en pos de presas foráneas están listos para endulzar turistas con cotorreos mercantiles de joyas milenarias otomanas, tapetes indestructibles o juegos de té dignos de palacio. Las ofertas son infinitas, las compras son peligrosamente tentadoras, pero envolverse en el comercio turco hace parte de su magia.
Un paisaje de altura, la Capadocia.
Hacia Asia. Del aeropuerto de Kayseri a Göreme hay alrededor de una hora feliz, en la que nos adentramos en las entrañas de la historia misma. Al mejor estilo de Piedradura, la Capadocia es una fantasía de arquitectura mineral. Mineral milenario, su historia guarda cristianos perseguidos en tiempos de Imperio Romano, refugiados en viviendas rocosas, en formaciones geológicas de otro planeta. Hay inscripciones religiosas que lo atestiguan, salas y comedores de otros tiempos, ciudades subterráneas como Kaymakli que sintieron el paso cristiano de familias y animales. Conjuntos residenciales en el centro de la tierra, el espectáculo de recovecos y pasadizos en una ciudad sin luz es curiosamente espléndido. Para calmar el paroxismo y regresar al sol otoñal, un hirviente saç tava mixto de carne y pollo en fajitas es perfecto.

Pero el esplendor completo solo llega a muchos pies de altura, donde el refugio ya es el cielo en lugar del suelo, a partir del performance aéreo de los madrugadores globos aerostáticos que se desprenden desde la tierra de Göreme para extasiar al turista en un firmamento sin par. Las figuras infladas son invasoras celestes y conforman un ejército de serenos voladores, que cazan felicidad y captan todo el brillo de unas rocas casi sintientes, de una ciudad que cobija antigüedad bíblica, de un paisaje que se apropia del presente y nos refunde en un pasado sin retorno.


Hacia el otro lado turco asoma el Mar Egeo, un suroeste que guarda joyas imprevisibles para el occidental desprevenido. A media hora de la tranquila ciudad de Denizli la roca sigue sorprendiendo, allá se esconde un cielo montañoso provisto de una blancura casi polar. Es la prominencia hecha eminencia de Pamukkale, montaña blanca de roca travertina que ofrece termales para el dolor del cuerpo y paisaje para el placer del alma. No importa escalar descalzo, su encanto visual espanta cualquier dolencia.

En la cumbre nos cruzamos con las termales de Cleopatra, románico paraje de felicidad serena, hirviente y sanadora. Para rematar, la cima de la montaña hospeda las ruinas de Hierápolis, conjunto de glorias pasadas que Alejandro Magno, Augusto y Constantino se regodearon de poseer, una colección de tumbas postmatusalénicas, columnas, puertas y templos sin naftalina que evocan los delirios gustosos de la  nobleza imperial antigua. No hay que olvidar el Teatro, la casa del entretenimiento románico de otrora, uno de los más conservados en Turquía.

Las ruinas del poder, Efeso
Seguimos en la feliz ruina. A tres horas en tren de Denizli asoman los vestigios fascinantes de Efeso, una maravilla arquitectónica de tiempos remotos donde el deleite visual no tiene pausa. Una línea descendente en caminata que ofrece la descomunal maravilla de la librería de Celsius, el brillo masivo del antiguo teatro, la grandeza imperial del templo de Adriano o la filosófica escatología de las letrinas públicas, donde se construía el pensamiento mientras se destruía el alimento. Las cercanas ruinas al Egeo le permiten a Turquía ufanarse de un historial longevo, patrimonial y aún atractivo, a pesar de la distancia en los calendarios.

Dificultades de comunicación con la atropellada lengua turca, es cierto; olores poco hospitalarios en el transporte público, otra verdad; yogurts salados, postres redulces y ensaladas que confrontan el estómago, es real; un tráfico endemoniado y de parca lentitud, total realidad. Pero Turquía sigue siendo encanto, brillo ancestral y camino hipnótico. El enorme peso de su historia, la amabilidad de sus habitantes a pesar de no dominar el inglés, la eminencia de sus maravillas naturales, la mixtura sabia entre Oriente y Occidente, el soberbio trabajo de sus alfombras y textiles, el exotismo ameno de sus kebabs, döners, dürüms y la delicia imperial del arroz con leche turco (sutlac) son apenas una porción de un universo paralelo untado de esplendor, aderezado en fábula, una frontera mágica que siempre valdrá la pena descubrir y redescubrir.


20 nov 2018

EL CAMINO DEL EUSKADI


El tren de mediodía deja vislumbrar un amable otoño en la estación de Pamplona. La calma arbórea, la digestión serena de las calles abre un espectro que poco se siente en las urbes de Latinoamérica: sosiego, prudencia, murmullo, sonrisa respetuosa. El casco histórico asoma en estrechas calles de casas longevas de gran estatura, con un decorado inconforme de una historia difícil con la soberanía española y una lucha constante por mantener su identidad intacta. Iruña abre sus puertas de modo discreto. Kaixo.



Potxas (una suerte de fríjoles amarillos bien cargados) con pato asado y guindillas picantes son el estímulo digestivo de la tarde. El vino, acompañante obligado en muchas comidas, especialmente de la zona de la Rioja, hace parte de los cristales de las cuadrillas de todas las edades. Mesas de septuagenarios felices compartiendo el crepúsculo de los rabos de toro, jóvenes y adultos picándose el verbo en euskera al son del pimentón, charlas voraces en lenguas ajenas con una extraña ansiedad por saber de qué trata aquel universo euskaldún. Mesedez.

Los jueves son la agitación febril de la calle en Pamplona. La población joven se aglutina en un bullicio de tapas, brindis de patxarán, charlas de tono político, melodías de Oi y punk que reverberan en los parlantes y una discordante armonía de jóvenes alegres que lían tabaco, beben montados en bicicleta y prueban orgasmos en forma de tortilla mientras la noche criminal despierta todos los sentidos y conspira para que nunca llegue el mañana entre riffs de guitarra y guturales cánticos en euskera. Topa.


La impresión del asombro en País Vasco se recoge en San Sebastián. El niño mimado de la zona es un verdadero deleite ocular, donde se funden la costa y la arquitectura en un vínculo mágico y lúcido. La cuna del famoso festival de cine sufre de pompa involuntaria: ha adquirido cierta valorización turística que lo convierte en un destino cool pero un tanto elitista, pero del cual es inevitable no caer en su hechizo. Edificios de smoking, mar de gala, luces de malecón de lujo, y un ambiente de divinidad que viven atrapando con cada ladrillo, con cada paso en la arena. El casco viejo y el mar en amable disputa por atraer al desprevenido y ahogarlo de visiones placenteras, solo en Donostia. Sinestezina.

Más discreta, más parca, más pujante, Bilbao asoma en un amanecer grisáceo, un tanto industrial, con la expectativa de que al día lo salve el amor al arte. Y así sucede. El Museo Guggenheim es el punto de la redención artística en País Vasco. Años de lienzos, esculturas, esfuerzos ingeniosos y epifanías visuales se recogen en sus paredes, con nombres de resonancia magna como Picasso, Monet, Van Gogh o Giacometti. Un trago artístico de Europa en las Rocas. Es la parada obligada, por encima de los botes turísticos, de un partido del Athletic o la playa de Plentzia. Handia.




Para asegurar la sensación de buena marcha por el camino del euskadi, es necesario dejarse llevar por el golpe de la Pelota Vasca en el frontón de Labrit. El bícep más letal, la muñeca más contundente, la disputa de una tradición que los locales disfrutan tanto como el fútbol, entre despedidas de soltero y pasionales arengas a los pelotaris. Hay tres partidos, dos de doblistas y uno en sencillos. El torneo se deja impregnar de un apellido: Olaizola, el legendario delantero de mil batallas ante la pared, que poco a poco disminuye su leyenda con el pasar de los torneos y cae con Víctor, relevo generacional. Los seguidores de la tradición se lamentan, los detractores miran con buena cara el futuro. Todos detrás del símbolo máximo del brazo más diestro, la Txapela.




Redondear una jornada en País Vasco es introducirse en el Nafarroa Oinez, una especie de colecta para las ikastolas, escuelas de euskera en el territorio, a través de un evento cultural que dispone de secciones deportivas, gastronómicas y musicales, reivindicando el espíritu del nativo. Altsasu fue la localidad escogida en esta ocasión, con una helada bienvenida mañanera y un otoño con cara de pocos amigos. No obstante, las competencias rurales deportivas amenizaron el nubarrón matinal entre socatiras - tira y afloja de cuerdas por equipos-, la búsqueda del leñador más veloz o acrobático y los aserradores más efectivos.



Gigantes muñecos, personajes tradicionales del costumbrismo vasco, desfilan junto a los conjuntos veteranos que aderezan con txistus y tamboriles la marcha dominical, y poco a poco van invocando al sol. La cerveza se hace compañera de las cuadrillas, no hay edad para liar tabaco y la congregación de sangre hecha en Nafarroa incrementa su cauce. El soporte musical en vivo se manifiesta a través del oi, el ska duro y los berridos pasionales en euskera, delicias del respetable que brinca hasta que el riñón lo permita. Finalmente, el beat electrónico, soberbio en pesadez, termina de desacomodar las vestiduras de los felices borrachitos de la tarde y soltar cariñosos balbuceos euskaldunes. El futuro es idílico y la tarde promete besos y pollo frito en euskera. La noche cae y el Oinez termina, pero la aventura de la vida no brinda pausa. El tren de la mañana hablará otro lenguaje. Agur.