Cotidianidad convertida en lenta desesperanza. Las historias heroicas y las acciones de noticiero pasan a un segundo plano cuando comenzamos a escudriñar un diario vivir marcado por un profundo sentimiento de impotencia. La historia del filme de Alejandro Landes nos invita a ver la tensión pausada de un personaje en situación de discapacidad, quien sufre la adversidad de ver pasar los días iguales y no lograr cambiar sus soles para mejor ventura. Tal vez cualquier persona en silla de ruedas podría sufrir estos rigores de la rutina y ser protagonista de este relato, de no ser porque este héroe proviene de un inusual secuestro de un avión para poder hablar con el presidente y plantear sus exigencias. Un hombre que sale desde los límites de la selva con el ladrillo para hablarle al mundo de su condición de quietud desesperada.
Porfirio Ramírez es tolimense, pero reside en Florencia, Caquetá. Un fuego cruzado de la guerra en Colombia impide que sus piernas se muevan y su vida ahora solo puede girar a través de las ruedas de su silla. Cuenta con una compañía irregular de su hijo, su compañera sentimental y su perro, en una casa triste de tonos uniformes que se pierde en el vacío del aburrimiento. Los minutos vendidos de charlas ajenas a través de su celular de oídos ambulantes le ayudan a matar el tiempo y el hambre. Ha esperado por un buen lapso una indemnización del gobierno como víctima del conflicto, pero la espera cada vez es más prolongada. Entonces, toma la decisión de llamar la atención. Un par de granadas amenazantes dentro de un avión serán suficientes para hacerlo célebre como el aeropirata aquel septiembre de 2005, donde su voz clamó desde los aires para hacer valer sus derechos en la tierra.
Porfirio no es espectacular. No tiene explosiones ni acción desmedida. No es un intercambio de diálogos airados y tampoco recurre al método de la pornomiseria para dar forma a sus actores naturales. Cuenta con una simpleza chocante y realista, con un discurso silencioso y lento, con una parsimonia inquietante que logra desesperar en alguna instancia. Son unas ruedas desgastadas por el intento de recorrer un kilometraje feliz, sin lograrlo. Es un torso voluminoso que se broncea entre el desespero del sopor tropical y el acoso de los mosquitos. Es el rostro callado que algún día quiere cantarle sus 200 baladas compuestas a los dos hemisferios, que mientras tanto aguarda en una casa resignada a cargar con una eternidad inmóvil.
Landes desplaza el acto noticioso para mostrar otra faceta, "El cuerpo como cárcel del alma". El retrato del ser discapacitado es muy conmovedor y se expone con pericia a través de la simplicidad. Ver con anhelo envidioso un caballo de paso en la televisión, saber de memoria cuántos canaletes, clavos y elementos hay en el techo de su cama, o contestar llamadas que de antemano sabe que no tienen como destino sus oídos son detalles que reflejan esa silente pero intensa búsqueda de ocupar su tiempo y poner a caminar sus neuronas en reemplazo de sus pies. Salir de su cuerpo para evadirse en apetencias ajenas, escaparse de su inmovilidad para refugiarse en hojas de papel que hablan de otras historias convertidas en 200 canciones. La evasión como método de supervivencia.
Porfirio -interpretado por él mismo- es natural, no tiene necesidad de fingir. No hay un guión absoluto para los actores, la naturalidad es la consigna. A veces el tono parece más documental que ficción. Y la cámara también se postra para compartir aquella sensación de paraplejia. Planos fijos, quietos, largos, de montaje lento. Los personajes centrados desde la perspectiva de una silla de ruedas, la cámara se vuelve solidaria con el protagonista y toma su lugar. A veces choca, a veces irrita, a veces uno como espectador espera que suceda algo explosivo, una curva de drama con alta agitación, pero el lente cumple su objetivo. Desesperación pausada, un lamento susurrado en imágenes, un mudo reclamo al mundo del porqué no sucede nada si el inexorable reloj sigue acosando. Y una simple pero firme propuesta visual que lo sustenta.
Las emociones brotan gradualmente. Un poco repulsivo pero bastante eficaz es mostrar cómo un Porfirio sólo no puede despojar sus heces. Un poco extraño pero suficientemente humano expone cómo Porfirio también puede vivir su sexualidad a su manera. Un poco escueto visualmente pero absolutamente certero es el modo en el que un Porfirio iracundo desahoga su ira con las ruedas de su silla. Un poco quieto y callado pero expositor de un hueco solitario es el modo en que Porfirio finalmente encuentra compañía en un mudo perro. Un poco extraño pero real expone como un discapacitado ayuda a otro a reparar su vehículo de vida. Todas escenas recreadas a través de luz natural, sin mayores atavíos, sin mucho discurso en la dirección de actores, sin pudores ni prejuicios. La vida tal como puede suceder, con enormes dosis de humanidad.
Uno como espectador quisiera ver la recreación total del suceso que hizo célebre a Porfirio Ramírez. Aquel viaje Florencia-Bogotá aterrorizado por dos granadas camufladas en un pañal que lo único que querían era llegar a la cara del presidente para entablar sus demandas. El estado de libertad condicional del protagonista pudo haber impedido el desarrollo total de los acontecimientos. Tal vez la voluntad del director, tal vez limitaciones de producción. Lo cierto es que el anuncio inicial antes de ver la película indica algunos minutos de tensión aérea, llama a recordar el momento de prensa y cámaras del aeropirata, genera esa necesidad de saber cómo sucedió aquel secuestro de carácter cinematográfico. No verlo puede ser un tanto frustrante, pero tal vez fue la mejor decisión. Hubiera desviado el objetivo que se expone a lo largo del filme, la sensación más humana de la discapacidad.
Es una lentitud no apta para públicos con somnolencia. Una visión introspectiva que busca conmover con sencillos momentos habituales en la vida de un personaje. Pero que logran tocar, a pesar de los planos fijos y largos, de la ausencia total de un score, de la falta de acción y la simplicidad documental. Logran tocar las fibras con el lenguaje de la imagen que expone como espectadora la lucha sigilosa de un hombre preso de su propio cuerpo, que en algunos instantes se desahoga con sus charlas coloquiales y sus versos baladísticos, que entre tantas emociones que haya escrito alrededor de sus 200 creaciones, no deja de ser un canto lastimero que llama al llanto solitario, difícil de consolar. Pero digno de mostrar.
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