Un hombre vertiginoso encargado de convertir el tiempo y el espacio en bolitas de plastilina y emprender la cruzada por imaginarios infinitos y ávidos de posibilidades. Ese es Terry Gilliam, este viejito bonachón de sonrisa arrugada pero de una enorme imaginación infantil que salió de Minnesota a mostrar el lado amable surrealista y el lado extravagante de un futuro nunca imposible. El cortejo visual a través de sus películas exhibe un regusto por episodios de corte histórico hecho caricatura, y una inocencia mordaz de niño que propone cuentos de hadas sin límite de fantasía.
La risa es el primer elemento que se encuentra abrazando el ojo exponente de Gilliam. Risa de niño, de crítico, de observador, de algún personaje enrevesado. Es precisamente lo enrevesado, lo poco cuerdo, lo enajenado, el segundo ingrediente que toca la mayoría de films con la marca de agua de don Terry. Tenemos entonces una risa loca o una locura graciosa que lleva los hilos de la narración, aderezada con un enorme despliegue de imaginación en la dirección de arte y los espacios de desarrollo de sus historias. Llamamos entonces al surrealismo de su universo particular, este amante del sueño despierto y de los ideales oníricos.
Su paso por el audaz grupo cómico Monty Python sentó las bases para sembrar en sus primeros filmes cultivos de sonrisas medievales, que atravesaron las barreras del tiempo y de paso, se mofaron del sistema con acertados gags dentro de sus escenas. Monty Python and the Holy Grail (1974) es una comedia medieval de bajo presupuesto que se ubica en el espacio del Rey Arturo en la cruzada por encontrar el Santo Grial. Codirigida con Terry Jones, muestra las intenciones visibles de llamar a la carcajada y crear absurdos eficaces. Los trajes de armadura y las luchas enconadas con fuerzas del pasado se reforzaron en su segundo filme Jabberwocky (1977), aún con el patrocinio jocoso de Monty Python y un humor negro que rodea la historia de la caza de un temible dragón. Amante de fantásticos universos, hechizos y recetas mágicas creadoras de absurdo, Gilliam comenzaba a definir sus inclinaciones. Entonces fue cuando quiso juguetear con las estructuras del tiempo y saltar épocas cual niño en campo abierto.
Las primeras risas medievales, con los Monty Python
El primer desorden cronológico lo trajo su cinta Time Bandits (1981), un relato de continuos viajes en el tiempo realizados por una curiosa comitiva de enanos y un niño -cabe recordar a David Rappaport, protagonista de la serie ochentera El Hechicero-; un reparto que incluye a Sean Connery e Ian Holm y una colaboración musical de George Harrison; una tremenda maniobra en arte y locaciones para recrear épocas troyanas, el hundimiento del Titanic o el apogeo napoleónico, en medio de una historia llena de aventuras donde Gilliam comienza a satisfacer su imaginario de infante inquieto. Años después, continuaría con esas emociones ilusorias en Las Aventuras del Barón Munchausen y Hermanos Grimm.
Pero volvamos al tema de la cronología. Pocos ejemplos de tiempo presente para un Terry interesado en saltar las cercas de los calendarios. Luego de cortejar las batallas feudales nos vamos a un futuro. ¡Y qué futuro! El primer gran golpe escenográfico lo carga Brazil (1985), un conglomerado de tuberías informáticas y 'anacronismos de vanguardia' que marcan un futuro
plagado de procedimientos burocráticos y una obsesión por el orden que raya en lo absurdo, con un personaje central que vive absorbido por la rutina de las máquinas y logra escaparse a través de sus sueños mitológicos donde encuentra el amor. Una magistral dirección de arte que cubre los dos universos de Sam (Jonathan Pryce), el futurismo gris y crítico de su realidad y el colorido y fantasioso idilio onírico de sus sueños con monstruos y guerreros. Una trama ingeniosa que logra crear una cómica crítica de un sistema posible colmado de procesos y trabas para respirar, y de una moda estrafalaria que llama a los implantes innecesarios y a la frivolidad de glamour chocante. El único escape se encuentra a través del amor y los sueños. Aquí comienza a hacerse muy visible el asunto de la enajenación mental, los flirteos de Gilliam con los personajes que se expresan a través de la locura.
Terry Gilliam jamás se podrá desprender de las aventuras. Cada vez que publica una nueva película, se siente en el ambiente la idea de niño que se va amoldando a las necesidades de un público adulto. Sucede en Las Aventuras del Barón Munchausen (1988), basado en el personaje de los cuentos de Raspe, con esa característica hambre de peripecias y pasajes jocosos en los que un envejecido Barón recluta de nuevo a sus fieles compañeros dotados de poderes para una última misión. De nuevo, una impecable dirección de arte junto a un destacado trabajo de maquillaje y vestuario, y un reparto respetable con John Neville a la cabeza y las apariciones de Robin Williams, Uma Thurman, Jonathan Pryce y hasta Sting en un cameo. Vuelve el tema de la recreación histórica (siglo XVIII), de las risas de guerra y de golpes como en sus primeras cintas, y se mantiene esa visión de niño que juega al Gran Imaginador.
Pero la década de los noventas modifica el fabuloso mundo del niño Terry y entonces se cuestiona como director para trabajar en temas de corte más reflexivo. Como único ingrediente se sostiene la fijación por recrear personajes alienados o con problemas de cordura. Y el primer loco a destacar en el recorrido noventero es Robin Williams en The Fisher King (1991), un vagabundo con problemas mentales que va en busca del Santo Grial. Por primera vez Gilliam se ubica en tiempo presente, se desprende de universos fantasiosos en el diseño de locaciones y se estaciona en Manhattan, deja descansar a sus amigos del Monty Python que le han colaborado en cintas anteriores, y se involucra un poco más con el drama. Reflexiona con la banalidad materialista, enternece los cuadros de locura y refuerza los lazos de amistad en medio de la disparidad de los personajes protagonistas, un locutor de radio exitoso (Jeff Bridges) y un vagabundo caballeresco (Williams). La película le representó buena crítica, premios y halagos -la actriz secundaria Mercedes Ruehl tiene el Oscar en su casa- y una visión distinta del posible universo Gilliam, quien le brindó las ficciones al vagabundo y las dejó como método de reflexión de la realidad.
Un futuro sin mayor futuro: 12 Monos
El paso exitoso por las realidades de la existencia no le importó al Imaginador, y quiso retomar las quimeras. Y llegó la ficción más adulta e interesante por parte de la dirección de Gilliam, 12 Monos (1995), una de esas joyas post-apocalípticas que critica con sabia locura el consumismo y la evidente demacración del mundo a través de las tecnologías y la experimentación. El relato que juega con la cronología muestra a un Bruce Willis que viene del futuro para intentar prevenir una epidemia viral que acabará con casi la totalidad de la humanidad, al parecer fraguada por un clandestino grupo subversivo conocido como 12 Monos. Una vez más, la locura es gran protagonista: Cuestiona, revela y actúa, con una magistral interpretación de Brad Pitt que ganó Globo de Oro por ese rol de activista deschavetado que lidera los 12 Monos. Repite esa dirección de arte sobrada en méritos, haciendo seguimiento a lo hecho con Brazil y mostrando un mundo futurista de aparataje sombrío con visos industriales, lleno de desespero y toxinas. Destaca el constante sonsonete del bandoneón de Ástor Piazzolla, los eficaces juegos de tiempo en el relato, las tiras cómicas burleteras que ayudan a fomentar la paranoia preapocalíptica y un color blanco impuro, de médico malvado, ese túnel sin retorno que solo brinda condenación. El guión le ayuda a determinar el estilo fílmico a Gilliam, una de las frases de la cinta lo reitera, 'Me escapo de las realidades que aquí me plagan la vida'.
Y la locura continúa, patrocinada por los alucinógenos. En 1998 Terry se aventura a recrear el lisérgico escrito de Hunter Thompson Fear and Loathing in Las Vegas, originando un banquete
de excesos visuales de un mareante color rojo y delirantes paisajes de putrefacción drogadicta. El cubrimiento de un evento motociclístico en Las Vegas es el objetivo de un periodista -un magnífico Johnny Depp- quien va acompañado de su abogado (Benicio del Toro). Sin contar una historia para la posteridad, la película logra captar la esencia audiovisual del exceso en sustancias con un paquete de angulaciones de cámara, disfraces de reptiles, luces de neón que aturden en segundos, algunas ayudas en computador y un set design digno de los setentas en la ciudad de las segundas oportunidades. Rock and roll vivo que acompaña un convertible que atraviesa el desierto, y la enajenación de neuronas de nuevo como exponentes de la cinta. Aquí Gilliam transporta el mundo de aventuras al subconsciente y convierte la realidad en un pesado mundo de libertinaje intravenoso y un fantasioso paisaje que asesina lentamente la década de los sesentas, desplazando el idilio del hippismo por el delirio de las adicciones.
Es la instancia más truculenta a nivel audiovisual de Terry Gilliam. El extraño complemento del exceso llegó mediante la imagen de una niña. Tideland (2005) es un chocante experimento que nos invita a pasear por la visión del mundo de una pequeña que vive en una casa de campo (Jodelle Ferland) y que logra con inocencia mordaz presenciar actos nada infantiles como el sexo, las jeringas y la muerte. Ambiguas las sensaciones que se obtienen al ver una cinta de este carácter, pues ver la naturalidad y ligereza de la niña contrastando con escenas sórdidas y un tanto vomitivas, invita a despojarse de cualquier prejuicio, o a refugiarse en ellos y buscar algo de moral adulta autoimpuesta. Es tal vez la película más controversial de Gilliam, pero es la que consolida su visión cándida de las cosas y el impulso infantil por mostrarse al mundo con aquella inocencia corrosiva que guarda en su sangre. Libre expresión absoluta en relato -basado en la novela de Mitch Cullin-, fantasías que se desarrollan en un espacio rural de Texas atestado de trigo, dirección de arte más sosegada que en sus proyectos de aventura, y una intervención mesurada de post-producción. Sólo para antojarse de pequeña sordidez, cabe recordar la frase cansada de Jeff Bridges como padre de la niña cuando está a punto de inyectarse y ella le sirve el 'platillo' de jeringa: 'Es hora de las vacaciones de papi'.
Corrosiva pero cándida. La ambigua Tideland
Luego de sus polémicos experimentos surrealistas regresamos al regusto de Terry por las aventuras y los cuentos de hadas. El mismo año de Tideland sale a la luz Hermanos Grimm, como una exhibición que busca sencillamente el éxito de taquilla bajo un reparto de lujo y con un título que de una vez va a enganchar a los amantes de los afamados cuentos. No resulta ser otra cosa que un mix de historias de los famosos hermanos, que conjuga escenas de Caperucita Roja, Blanca Nieves, Rapunzel y Hansel y Gretel, que supuestamente fueron originadas en el pueblo de Marbaden. Los hermanos Grimm (Matt Damon y Heath Ledger) son impostores que viven inventando historias de brujas en todos los pueblos que atraviesan, hasta que son descubiertos y obligados a desenmarañar un hechizo real en Marbaden. El relato no es muy enganchador, pero contiene elementos que usualmente Gilliam tiene, una dirección de arte muy pulcra, remontarse a épocas antiguas, dejarse llevar por el imaginario para niños y juntar un reparto con nombres pesados -Monica Bellucci, Ledger y Damon, Jonathan Pryce y un destacado rol de Peter Stormare como el villano Cavaldi- para engrosar su prontuario de películas fantásticas.
La última aparición cinematográfica en exhibición fue El imaginario del Doctor Parnassus (2009), propuesta circense llena de colorido y de un trabajo arduo en post-producción. Se centra en los poderes mentales de un anciano (Christopher Plummer) que tiene la capacidad de crear portales imaginarios al público y hacerlos ver fantasías deseadas. El problema radica en su manía de apostar asuntos comprometedores con el Diablo, un Tom Waits que no lo hace nada mal. Con una interrupción obligada por la muerte de Heath Ledger quien hacía parte del reparto, Gilliam se vio obligado a jugársela con reemplazos múltiples y los nombres de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell. La cinta es un total imaginario, ese universo surrealista que tanto le gusta explorar al director americano, sustentada de nuevo en una dirección de arte intachable, vestuario bien elegido y curiosamente una historia desarrollada en tiempo presente. A pesar de tener una vistosidad suntuosa y universos paralelos inimaginados, esta vez la máquina le gana a la fuerza de la historia, y se queda en el intento. No hay aires cómicos al estilo primario de los Monty Python, no hay crítica social al estilo ochentero de Brazil, y no hay referentes controversiales como en Tideland. Lo que sí sostiene es su discurso de imaginario, crear paisajes a partir de su candidez traviesa, y como siempre, su cuidadoso tratamiento de la escenografía y el arte.
Terry Gilliam parece circular su filmografía con un reloj biológico extraño, comienza siendo niño, llega a una etapa adulta y finaliza de nuevo como infante. Luego del disfrute cómico setentero, camina por la crítica jocosa en los ochentas, pasa luego a la reflexión y los temas adultos en los noventas y retoma las aventuras sin final en la década 2000. Sin embargo, siempre mantuvo el adjetivo de la Locura como punto de partida para sus viajes surreales y sus observaciones de la realidad. La riqueza de sus personajes alienados siempre ha invitado a meditar el mundo que vivimos, y cuando no son seres que sufren de enajenación, están dotados de una alta cuota de imaginación. La misma imaginación que truena todos los días en la mente audaz y alocada de un Gilliam, que como viejo septuagenario, disfruta el contar sus historias como un niño que ostenta su dosis de malicia.