28 jun 2011

EL MÁS ALLÁ DE KOBAYASHI

Exquisitos colores dan dulzura al terror. Japón, como país de sol naciente se llena de júbilo cuando cuenta con joyas cinematográficas que se agregan al prontuario de Kurosawa o Kitano, y mejor aún, si proviene de la ya lejana década de los sesenta. Un director poco reconocido en Occidente logró captar la mejor atmósfera de los mitos y leyendas del país oriental a través de una puesta en escena impecable, backgrounds repletos de colorido y un audio místico que logró reunir en Kwaidan, que se tradujo al español como El Más Allá, pero literalmente se puede nombrar como Historias de Fantasmas. Los fantasmas de Masaki Kobayashi.

Una visión nostálgica por el Japón anterior a la Segunda Guerra Mundial impulsaron el espíritu de Kobayashi a remitirse a las tradiciones y leyendas de la isla oriental, escarbar en el papel e idear la filmación de esta joyita del Más Allá que llegó para quedarse más acá. El inspirador original es Lafcadio Hearn, hombre nacido en las islas griegas pero residente en USA y Japón, quien durante mucho tiempo siguió la pista de los vestigios orales y fantásticos de la nación oriental y los plasmó en papel en entregas publicadas a inicios del siglo XX, las más destacadas Shadowings (1900), Japan: An Attempt at Interpretation(1904) y Kwaidan (1904), de la cual se extrajo la mayoría de material para el filme de Kobayashi.

Este sello de distinción en celuloide se compone de cuatro historias diferentes que se remiten al rescate de lo consuetudinario, paseando por parajes campestres, remontándose a fabulosas batallas de clanes y refiriendo las peripecias de los samurais. Todas tienen una característica común, una impecable ejecución de colores y juegos de luz que en los sesentas causaban asombro absoluto y la recreación de paisajes fabricados en estudio con un nivel de realismo destacado para la época, elevando a nivel expresionista el show audiovisual, contando historias lúgubres con una calidez pasmosa, con una magia encantadora, ingrediente que le facilitó el Premio del Jurado del festival de Cannes en 1965.

Las siluetas de los créditos iniciales nos sumergen en un onirismo colorido que nos traerá sorpresas de distintos matices, sorpresas que se reciben sin prisa, sin convulsión. El Pelo Negro es la primera leyenda que se desarrolla en el film. Un samurai que vive en un hogar de pobreza decide mejorar su posición casándose con una mujer de familia prestante, abandonando sus raíces bucólicas y su primer matrimonio de Kyoto. La nostalgia, melancolía y arrepentimiento del personaje se plasman en los claroscuros y azules tristes pero hermosos. Hay un claro contraste entre los tonos solemnes y opacos del campo en Kyoto y la luminosidad opulenta y distinguida del hogar pudiente.

El macabro descubrimiento del Pelo Negro

Pero lo que domina la escena son las cabelleras: La esposa sumisa y entregada tiene un cabello largo y armonioso, pero reposado y sin grandes ínfulas; la esposa engreída y caprichosa ostenta una cabellera larguísima, brillante y soberbia, pero desprovista de toda humildad. El tormento del recuerdo resuelven el regreso del samurai a su antiguo hogar, vestido de blanco contrasta a tope con el incierto y opaco espacio rural que había abandonado, un negro suspensivo y macabro que resuelve la historia de forma sorpresiva. Basado en el cuento La Reconciliación que aparece en Shadowings de Lafcadio Hearn, este relato se desenvuelve con suspenso pausado pero tétrico, un gran trabajo de maquillaje y un toque de humanidad abierto.


Gran trabajo en maquillaje. La mujer de la nieve nos congela con su mirada.


El segundo cuento es La Mujer de la Nieve, basado en el mito de la Yuki-onna, un espíritu invernal que aparece en los bosques y en las historias de los abuelos, y extraído del libro Kwaidan. Dos leñadores atrapados en una tormenta de nieve viven la aparición fantasmal de una mujer pálida que no tiene miedo de matar. El más joven sobrevive, a cambio de no revelar nunca la presencia de aquel ser extraño. Los parajes gélidos recreados en estudio son creíbles, el azul es el color dominante y logra enfriar el pueblo de Musashi con ayuda de nieve artificial, y árboles de pasta y plástico maltratados por aquel invierno engañoso decoran con éxito la atmósfera helada del cuento, mientras flautas orientales realzan con su viento siniestro la atmósfera y la mujer de la nieve nos regala una mirada letal con su maquillaje espectral, muy bien logrado.

Minokichi, nuestro leñador protagonista, cumple la promesa durante años, conforma una familia y se dedica a la tala con un sol ficticio radiante y rey absoluto del panorama, fotografía de tonos calientes que indica bienestar y una vegetación amable que cada vez deleita más el ojo, un engaño perfecto y repetible que no refuta la impresionante ambientación en estudio. La apariencia campestre es tan creíble que el espectador puede caer en aquella realidad estacionaria sin percatarse que es prefabricada. Entretanto Minokichi no puede guardar el secreto del incidente nevado y se lo revela a su esposa. La confidencia genera una estupenda postura de luces y filtros y nos muestra un cambio de tonos calientes a gélidos en un solo momento, un eclipse técnico de gran maestría que congela el hogar del personaje, quien al no cumplir su promesa debe recibir su castigo de parte de la mujer de la nieve. El azul tenebroso se apodera del estudio, la bella y siniestra fantasma aparece de nuevo y tiene que ajusticiar la palabra irrespetada.

La sensación más grandiosa al ojo y al oído viene del relato más fabuloso compilado en esta muestra de cuatro cuentos, Hoichi, El Hombre sin Orejas. Original del Kwaidan de Lafcadio Hearn, contiene apartes del poema épico japonés The Tale of the Heike y se concentra en las habilidades musicales de un joven monje invidente, quien recita de memoria junto a su biwa (una especie de laúd oriental) la recreación de la batalla de los clanes Genji y Heike en el canal Shimonoseke. Esta aptitud melódica lo mete en embrollos al ser escuchado por los espíritus de los samurais Heike caídos en derrota, quienes lo llaman toda las noches para interpretar su recital ante las tumbas de los antiguos monarcas nipones. El monje, desprovisto de sus capacidades visuales, cumple el designio de los espíritus convencido de hacer su gala en el palacio imperial.

Hoichi, el gran intérprete de la biwa

El contraste entre el majestuoso palacio y el macabro cementerio se vuelve delicioso al ver la puesta en escena, las personas en vez de las tumbas, el lujo en lugar de la niebla, la solemnidad y grandeza de voz y laúd que se envuelven con los congelados ilustres, en carne y en mármol, convierten este ritual en uno de esos maravillosos pasajes del cuento. No se puede dejar atrás la recreación de la batalla de clanes que esta vez utiliza el recurso de los dibujos en comparación con puestas en escena, un decorado de sol naciente que va matando mientras las lanzas y los hierros cumplen con su labor letal, y el mar se hace rojo y humeante, sangriento y fantasmagórico, en perfecta interpretación cromática. Aunque hoy día es difícil deslumbrarse con este pasaje, tiene bastante mérito lograr dicha tarea en estudio (la batalla fue marítima).

Hoichi descubre la verdad y debe evitar el nuevo llamado de los espectros guerreros, está obligado a cumplir un ritual, su cuerpo debe ser protegido con tinta. En una hermosa secuencia se exhibe una fina escritura en la figura del monje con parsimonia religiosa, dedicación artística y tacto profundo. Las imágenes y las letras se funden en una conjunción serena y bella y la solución al acoso de los espíritus es mística, mágica. Sin embargo, algo sale mal y Hoichi se convierte en víctima de los fantasmas, la inocencia es destruída por la crueldad y aquí se relacionan directamente los propósitos del cuento, la beligerancia mortífera recreada con la belleza musical, preciosidad fúnebre en una sola historia que rinde honor a la guerra y clama en silencio por la paz. Un espléndido misticismo que Kobayashi logra con un gran trabajo en fotografía, maquillaje, ambientación y música.

Un reflejo siniestro. Se cuenta desde una taza de té.

La última parte de esta entrega es el cuento En una Taza de Té, que viene del escrito Kotto (1902). Resulta ser la más ágil en cambios de plano, montaje y juegos de cámara, pero la menos atractiva en comparación con las anteriores historias. Un samurai es perseguido constantemente por el rostro de un hombre en el reflejo de las tazas de té que quiere beber. Al saciar su garganta con una de estas tazas empieza a ser desafiado por fantasmas que quieren vengar la insolencia. Los trucos de edición por corte y la dirección de cámara no tienen discusión, creando un perfecto juego en los combates del samurai con los seres imaginarios. El gris es el color constante que llama a la disciplina, la parquedad y la rutina de un protagonista amargado que termina siendo absorbido por la paranoia. El mito llama a una interesante sentencia sobre cuáles serían las consecuencias de tragarse un alma.




Kwaidan es un manifiesto admirable de luces y sombras, de calidez y tenebrosidad, y en especial de un uso comedido y exitoso de la puesta en escena en estudios de cine. La combinación de los recursos visuales con el guión mitológico es perfecta y produce magia al rodar la película completa. Aunque reposada y lenta -como es la costumbre en el cine oriental- su estilo expresionista hacen que uno digiera sin prisa y con gusto la consecución de la trama, y logra encumbrar el nombre de Masaki Kobayashi entre los grandes directores nipones de su historia. Hay otros ejemplos como la trilogía de guerra The Human Condition (1959-1961), Harakiri (1962) y Samurai Rebellion (1967), pero ninguna logra la atmósfera fantástica y maravillosa que cargó el Más Allá -Kwaidan- que hoy recordamos con cariño los del Más Acá.

2 comentarios:

  1. Tu post me pareció de claridad meridiana y muy despertador del deseo de ver el film; lo vi, es algo impresionante... leí Kwaidan, lo recomiendo tan calurosamente, por su delicadeza, como a Marcel Schob... están entre las cosas que hacen agradecer la existencia...

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