20 ene 2025

ARQUEOLOGÍA A LA CARTA: EL ENCANTO DE PERÚ

Asombro ancestral: Macchu Picchu

Desde afuera de su geografía tal vez se percibe un aire de inestabilidad política, relación con Oriente, los libros de Vargas Llosa y un Imperio del pasado que no tiene la atención debida. Perú es mucho más grande que eso. Más de 1200 km envueltos en sabores fascinantes, enigmas arquitectónicos, grandeza precolombina y paisajes inusitados que superan la expectativa de la retina. La tierra de Pachacutec se abre para ofrecer alegrías estomacales, nostálgicas, reflexivas y un profundo aprecio por la historia.


BRISA AMABLE DE LIMA

Al nivel del mar, el primer pensamiento que viene es encontrar el paradero de los sabores que hacen tan afamada a esta ciudad. Y la variedad es deliciosa: chifas orientales que se fusionan en un deleite de arroces, raíces y carnes de chaufas mitológicos; ceviches de antología con todo el poder para amarrar a la silla entre mariscos y pescados apanados; sandwiches con algún extraño toque secreto, que desde la simpleza va secuestrando con éxito los paladares ante sus carnes variadas; causas limeñas con propósito, lenguas de suegra con gracia, caldos de gallina estimulantes, churros altivos y de dulce dominante, una carta brutal del deleite en muchas esquinas donde el estómago pide asilo perdurable.

Lima colonial: magia en grises

En medio de tanto sabor las calles de su Centro histórico son un portento vertical de balcones para chismosos virreinales, arreglos barrocos y góticos de iglesias vestidas de gala, jirones (corredores) que van expectorando historia colonial con cada paso, llamas y sacos de alpaca regodeando su belleza de pelos y tamaños entre las casas circuladas, una Casa de Literatura que rinde honores a la riqueza verbal de sus autores con Vargas Llosa a la cabeza y una Plaza de Armas que es fotogénica desde el flanco menos amable. 

Apoyan barrios emblemáticos como Miraflores y Barranco, el primero ataviado de grandes restaurantes, un malecón de mar bien comportado y apacible y un clima perfecto y seguro para admirar distinción de edificios y casas con el tamaño de un barrio; el segundo, adscrito a la bohemia, los buenos favores del arte, murales que hablan de serpientes, pumas, sombreros y tradiciones en quechua, calles que ofrecen una lectura menos opulenta pero más interesante entre paredes de color y cierto atractivo nostálgico donde hay mucho por soñar. Finalmente la noche se colorea desde el Parque de la Reserva con sus fuentes de agua multicromáticas, juguetonas y que bailan al son de los verdes frondosos, los rojos impulsivos y los morados seductores que cautivan en un arcoíris de viento cariñoso.


Barranco, arte de color Inca

EROSIÓN DE ILUSIÓN: ICA

Hacia el sur costeño peruano el paisaje se hace tan agreste como grandioso. Los minerales entran en un estado de materia rojiza, una suerte de Mad Max que fusiona desierto y mar y nos sumerge en un espacio cinematográfico. Es la reserva de Paracas, con ecos de historia fósil, playas rojas y montañas arenosas que pese al entorno erosionado nos provee de un encanto paisajístico de ventisca solitaria y oleaje lejano, un génesis de otro tiempo con posibles especies anónimas en el presente y una atmósfera natural que muestra el otro lado de la Tierra, la elegancia de la aspereza.

El contraste vital de Paracas tiene movimiento en las Islas Ballestas, gobernadas por pingüinos, aves y lobos marinos, rodeados de guano en todas sus alcobas rocosas bajo un sol imparable y una resequedad que contrasta con la dulzura de las especies residentes. En el muelle espera el pueblo, pequeño paraíso de chocotejas y ceviches, cierto espejo visual a Oriente Medio entre casas minúsculas y silenciosas y negocios de souvenirs soleados, en una paz extraña pero envolvente donde las fiestas pertenecen a los pelícanos. Cabe destacar la Casa Museo Sumaq, laboratorio de orfebrería y rescate textil en la tradición de los paracas, un decorado bellísimo de colores precolombinos, dioses de otros calendarios y exuberancia que florece entre telas.

Naturaleza agreste, color imponente. Playa Roja

El calor sin mar continúa en Ica, la patria original del Pisco, bebida que enciende y apaga muchas almas a su alrededor, en la locura de la uva destilada. Una ciudad que concentra su atractivo en las variedades de este trago identitario con degustaciones traicioneras, tradiciones de viñedos enormes que camuflan con vistosidad el caos de Ica y su sol reclamante, su mercado turbio y su sencillez arquitectónica. Compensa la tarde una exquisitez gastronómica en formato trinitario: arroz con pato, carapulcra y sopa seca. La digestión final es la búsqueda del atardecer en el oasis de Huacachina, dunas al servicio de la cámara donde la arena se extiende por varios kilómetros mientras los tubulares y sandboarders danzan en estilo sahariano y el astro rey comulga con la tierra para regalarnos uno de los atardeceres más hermosos del cono Sur. 

Arte textil de la cultura Paracas


LA MAGIA INTERIOR: CUZCO

Nunca las piedras en ensamble se han visto tan lúcidas y rebosantes de historia. Todo aquel conglomerado de calles empedradas, iglesias majestuosas, recintos solemnes con el legado de Tupac Amaru y el Inca Garcilaso de la Vega, respira calidez histórica en sus calles angostas, arte reposado y pinceles que abrazan indígenas en el barrio San Blas, borreguitos amables entre materas y chichas moradas y un pisoteo amable mientras suena Laurita del Perú y Afinación Diablo, junto a las hermosas faldas danzantes de la tradición cuzqueña y los Ekekos repletos de suerte en sus manos, todo bajo la supervisión sabia y estratégica del máximo líder del Imperio Inca, Pachacutec y su monumento colosal.

Gigante estrechez: el Cuzco histórico

La piedra no deja de soprender con los complejos arqueológicos. Alrededor del Cuzco hay innumerables construcciones enigmáticas y llamativas que hasta puertas interdimensionales parecen esconder. Sacsayhuamán apila una perfección mastodóntica de rocas que ni los Picapiedra hubieran podido elaborar, distribuido en armonía espacial; Ollantaytambo es una escalada de asombro, fortaleza con fuentes ceremoniales y Templo del Sol, sudor precolombino que congenia con el hábitat de las alpacas. Pero la joya absoluta en la entraña de la montaña es Macchu Picchu, aquella maravilla inexplicable de preciosa arquitectura, el descomunal conjunto residencial de casitas, pasadizos, zonas de irrigación y lugares sagrados donde convergen el verde montañero y el gris constructivo, un absurdo y delicioso mapa precolombino imperial que guarda tanto misterio como pompa, un secreto de montaña que quiere descubrir el universo entero y prevalece en la memoria para siempre.

Para terminar de perder la respiración literal y figurada se tiene a la Montaña de Siete Colores. Una forma de tocar el cielo entre el ahogo y la felicidad a más de 5.000 metros de altura, pero en una sensación de placer asfixiante y un paisaje de lágrimas radiantes. Una fiesta de minerales conjuntos producen esa gama cromática, fenómeno que ha conquistado múltiples piernas para admirar su panorama, cumbre que se disfruta con creces si llega la nieve, si se pisa la mano gigante del mirador, si se saborea un café entre la magia del silencio de altura, si se hace un pacto pacífico con la grandeza de la montaña para poder escuchar los ruidos de Dios por un rato eterno.

Hechizo mineral: Montaña Vinicunca o de los Siete Colores

Desde los pingüinos saludables hasta la bienvenida de la cerveza Cusqueña. Desde la Envidia maravillosa de alpaca, res y cordero hasta la calma fría del Guaraná Backus. Desde los deseos de prosperidad entre adornos amarillos hasta el mercado versátil de Aguas Calientes en la entrada a Macchu Picchu. Piedra multicolor gustosa. Gastronomía de exquisitez ancestral. Erosión al servicio del asombro. Perú es una capa de colores estupenda, próspera en sabores, rocosa en historia, acogedora en calles, una arqueología a la carta que invita a ser transitada desde el afecto costero hasta el magnetismo serrano.



27 jun 2023

LA SERENIDAD TROPICAL DE COSTA RICA

PaisajísTico. Entre el clima agradable y la textura verde de sus montañas asoma la serena bienvenida de Costa Rica, un país pequeño en extensión pero amplio en riqueza biodiversa, oloroso a café y patacón, que corre en carreta y se expresa entre el sol playero y la energía de sus volcanes. 

El calor de Alajuela es permanente, acosa pero no ensopa el vestuario, una provincia solar que se mueve a ritmo de carreta. Allí se camufla Sarchí, precisamente la tierra de un patrimonio artesanal sorprendente, maquillado en colochos rodantes, instrumento clave de boyeros, amiga de los cultivos y primorosa en los desfiles montañeros, un trabajo pulcro de colorido rodante y donde se aloja la carreta más grande del mundo. Mientras se siente el calor consumible del chifrijo (fríjoles con chicharrón) se admira la iglesia metálica de Grecia, la fe férrea, paz metálica provinciana, un credo que vive sin afanes.

Boyeros, carretas y colochos: Sarchí

La costa Atlántica respira sabores afro de mar grisáceo, reggae sin prisa y llovizna que aprieta sin ofender. Puerto Viejo acoge las raíces africanas con sus casitas de madera y negocios artesanales, en una arena variada que a veces oscurece en timidez y en otras se viste de brillo. Caminos naturales llevan al sosiego lejano de Manzanillo, trópico pensionado de oleaje reposado; el calor atrevido de Cocles invita a alquilar una tabla y retozar en surf; el río se hace cómplice junto al mar de Punta Uva, destino familiar de ancha playa y zapatilla suelta. La compañía gastronómica es el rice and beans, donde una vez más aparecen los triunfales fríjoles con su respectivo arroz, pero que baila piezas de acompañamiento junto a comida de mar y cierto picante oceánico.

Costa Rica es costa linda: Playa Manuel Antonio

Las arenas se hacen más rubias en ciertos sectores del Pacífico. El surf se apodera del ambiente, las maletas pasajeras circulan con más frecuencia y las especies se hacen más visibles. Jacó es un punto de partida estándar, la playa cercana del capitalino de San José, de banderas arrugadas, olas estiradas y descansos prolongados; en Quepos el panorama es de tipo naval con puerto incluido, malecón amable y luces nocturnas suntuosas; la belleza se despliega en el parque Manuel Antonio, santuario natural que se jacta de playas admirables, iguanas traviesas, senderos de buenos modales y miradores fotogénicos, un paraíso marítimo que congrega una suerte de Edén que solo interrumpe su paz entre tanta chancleta anglosajona y humano curioso, pero que da la bienvenida a las mejores fotografías del trayecto Pacífico.

Cráter de agua. Laguna de Botos

Sin volcán no hay viaje completo. Más de 100 de esta clase en todo el país y con caminatas de frío hirviente para acompañar la aventura. El escogido, el Poás, pertenece a la provincia de Alajuela. Está vivo y con ganas de expectorar  pero no deja de ser tímido ante la bruma, se camufla entre nubes y es prudente ante el espectador pero cuando revela su rostro se hace enorme y muestra su poderío sin miedo. Sin muchos pasos de diferencia lo acompaña la laguna de Botos, un cráter apagado que se embelleció con tratamiento acuático, paraje de silencios musicales rodeado de verdor que respira altura, un homenaje a la imperturbabilidad costarricense de naturaleza sinfín. 

Edificio de Correos. San José vive.

San José es una mezcla entre calma tropical y asedio urbanístico, una ciudad que se desarrolla sin afanes, que cuenta con la ventaja relativa de una población moderada para mejor circulación en las calles. Una amabilidad discreta que genera fotografías en su Oficina de Correos, la gracia de su Teatro Nacional, el orden de su estación de ferrocarril, el paso seguro del parque Morazán, la sobriedad de su cine Magaly. Una capital muy caminante, desde la fuente de la Hispanidad hasta la amplitud de la Universidad de Costa Rica y el llamado nocturno del barrio California. Parada obligada en el Mercado Central y sus colosales ollas de carne, sustanciosas y cargadas en tubérculos que se bajan con jugo de cas, entretanto sus corredores se estiran en locales artesanales y frutas y hortalizas nativas. No hay que dejar de brindarle kilómetros peatonales al barrio tradicional Amón, pintado de bohemia y casitas coloridas que guardan bajo sus paredes sonidos de jazz, hardcore o sabiduría indígena bribri.

La devastación atractiva. Ruinas de Cartago

El desayuno tradicional es el gallo pinto, otra entrada gloriosa del fríjol negro con arroz que en complicidad con el café negro dominan el universo estomacal de este país. Se encuentra en casi todos sus rincones incluyendo Cartago, que podría llamarse la capital religiosa tica. Una ciudad fría y apacible con algunas casas de corte sureño estadounidense, unas ruinas históricas que transmutaron en atractivo turístico, una plazoleta digna de romería, una bandera que puede envolver un cantón completo y una basílica recolectora brutal de oraciones, Nuestra Señora de los Ángeles que recoge feligreses entre sus cúpulas varias y es punto principal de peregrinaje de todos los que tienen negocios místicos con Dios. 

Alfombra verde. San Antonio de Escazú

Costa Rica es un destino de paz. Benevolente, discreto en locuacidad, no se revoluciona, se disfruta con sus empanadas de repollo y sus fríjoles imperiales. Ofrece visiones cosmopolitas y andanzas de boyero en Escazú, panorámicas campeonas en La Ventolera, libertad sin ejércitos de su Museo Nacional, senderos de arena bañada en sencillez calurosa, cultivos amables de fresa en Heredia y canciones nostálgicas de Malpaís o Walter Ferguson. Un paraje latino que respira pureza biológica, serenidad tropical y un ofrecimiento comedido como destino para abrazar.



25 dic 2021

EL PARAÍSO ES PEQUEÑO: QUINDÍO

 

Un verde querido, con la amabilidad vertiginosa de la montaña, dispuesta a brindarnos cuanto fruto produce la tierra templada. Quindío es un departamento pequeño, enclaustrado entre cafetales y platanales, en un verdoso interminable acompañado de una arquitectura colonial cafetera que destila deleite, paz y una entrada terrenal a una suerte de Tierra Prometida con un componente humano de calidad sin igual en el resto del país.

El trasteo infinito. Desfile del Yipao en Willys.

Armenia era un pueblito de casas de bahareque y una sensación lejana ante el desarrollo que la hizo inmune ante el caos de las grandes capitales. El terremoto de 1999 hizo replantear su paisaje y convertirla en una ciudad edificada, con una belleza sencilla, dotada de fríjoles fieles y cuyabros amables que de modo desinteresado indican direcciones, ayudan con las maletas y relatan su árbol genealógico en 15 minutos. Sin una agenda cosmopolita ni extravagancias citadinas, propone un itinerario gastronómico interesante con su variada propuesta de restaurantes, invita a caminar en su Avenida Bolívar desde su bulevar de compras en el centro, hasta su zona más norteña en parque Fundadores, el respirable Parque de la Vida y la zona de la Universidad del Quindío, todas afectuosas al transitar.

El color del Quindío. Salento

Pero el agrado sublime del paisaje quindiano es la municipalidad, el espíritu arriero sembrado en 11 pueblitos cargados de magia propia. Filandia es color alegre y sereno entre casitas de balcones amenos que despiden aroma a café bajo sus puertas y exhiben destrezas transmutadas en cestos y canastos. Es la zona norte quindiana, la del sueter obligado y arquitectura cautivadora. Salento aparece con sus calles pendientes,  pequeña dulzura colonial y truchas recostadas en patacón. Vecina del Valle de Cocora, emblemático paraje de palmas de cera, fauna voladora insigne, menoscabadas por el merchandising de acrílicos y adornos innecesarios, pero siempre majestuosa con su comunidad de palmas, guardianas de la verde eternidad. Completa esta trinidad la menos ostentosa Circasia, que se despoja del peso masivo turístico pero guarda un encanto de calles parsimoniosas de olor a café, su cementerio Libre y su aire de paz acompañado de las gotas de lluvia risaraldenses que se cuelan entre las nubes viajantes.

Vivir entre el mural. Montenegro

La zona céntrica quindiana cuenta con un clima irreprochable, siempre con el tinto en la mano. Calarcá y su pujanza comercial, acompañada de la picardía arriera de Recuca (Recorrido Cultural Cafetero) y la pomposa pasarela de especies del Jardín Botánico; hay calle despejada y ganas de habitar el entorno de Quimbaya, con iglesia de telenovela, artesanías en sus rincones y faroles que se contonean de luminosidad única en épocas decembrinas; Montenegro respira calma y se viste de murales, más de 100 camuflados en el pueblo, y vive bien rodeado con el Parque del Café, universo a escala de los municipios quindianos, el Paraíso de la Guadua con una galaxia entera de sus variedades y utilidades, e Inframundo para los amantes del terror rural nocturno; el calor concentrado con cierto sabor a Valle lo tiene La Tebaida, dueño industrial de la provincia que conforma industrias, aeropuerto y vías estratégicas para comunicarse con el resto del país, mientras se jacta de sus numerosos chalets y piscinas para el plan del bronceado cafetero.

El rincón apacible. Génova.


El sur es el encanto escondido. Desprovisto de la pompa y los cafetales aristocráticos que venden los paquetes turísticos, son pueblitos de menor tamaño pero mayor calidez humana. Buenavista es el mirador del departamento, panorámica envidiable y aventura de la trocha montañera en el Willys de turno; Córdoba se envuelve en guadua, creatividad profunda de sus artesanos que brindan vidas nuevas al bambú y acogen con serenidad discreta al transeúnte; el mejor café de la región se planta en Pijao, un pueblito hermoso encubierto en la montaña, con el mismo colorido de los pueblos norteños pero sin el hostigamiento de las cámaras, fácil de caminar sin el alboroto pendiente de la montaña y con tradición arqueológica y peso prehistórico; el último rincón es Génova, de parque frondoso y silencioso, cubierto de un frío amable y lejano, donde la paz se sienta a tomar el fresco y la plaza Café revela sus atributos históricos y tradicionales, mostrando un paisaje donde el alma nunca envejecerá.

La niebla espléndida. Valle del Cocora

Recorrer este departamento promueve las ganas de nunca abandonarlo. Una tierra servicial, de temperatura afectuosa, con una movilidad y geografía estratégica para dispersarse por los rincones del interior del país, una fertilidad asombrosa que produce cultivos garosos de buena fruta y hortaliza, y un talante generoso de sus habitantes, que producen células de amabilidad de un modo pasmoso y que invitan a un pequeño paraíso de sencillez exquisita.

10 oct 2019

SAN PACHO: LA FIESTA QUE REZA ES NEGRA


El malecón de Quibdó sufre de una bella austeridad. No es ostentoso, las aguas de río Atrato se refugian en colores discretos, no hay arena, no hay discotecas, hoteles con más asteroides que estrellas. Ese es su encanto. Se desprende de los cánones sofocantes del turismo convencional y ofrece la paz ansiada que nos niega el Caribe y los sitios top de TripAdvisor. Cuenta con un parque para hacer ejercicio, su típico letrero municipal y la imponente vista de la catedral San Francisco de Asís, dueña y señora de la vistosidad arquitectónica de la pequeña ciudad. Y epicentro final de la fiesta negra de San Pacho.

Chocó es un departamento olvidado por el gobierno, visto con malos ojos por quienes no lo conocen, empapado en periódicos de pobreza y corrupción, encerrado en la mitad de la selva sin los 'beneficios' de la civilización. Su mayoría es negra, heredera del cimarronaje esclavista y promotora innata del pacifismo. Su gente está construida en genes serenos, resistente, educada y provista de una energía maciza que le agradece favores al pescado de agua dulce y el plátano. Pero ante todo, una raza nacida para bailar.

Las fiestas de San Pacho congregan 12 barrios franciscanos que se desenvuelven entre la música y la oración. Desfilan comparsas sencillas, con trajes confeccionados al son de la recursividad, bonitos estampados pero sin la lentejuela de otros carnavales, con carrozas hechas a pulso que homenajean al Atrato y obviamente a su santo patrono. Se acompañan con la banda de chirimía, el formato institucional de la música chocoana con clarinete, saxo, platillos y tambores que acompañan sus ondulaciones corporales y aderezan las calles húmedas del vecindario.


Al final del desfile, el bunde. Una suerte de Apocalipsis bailable colmado de delirio corporal, humores fuertes y danza incesante. Un camión lidera el bullicio musical y va invocando un rebaño desbocado que aplaude, baila y suelta todo su paganismo en la calle como si no hubiera mañana. Es una horda incontrolable, contagiosa y llena de vigor, que sorprende por su poder infatigable y que va acompañando la última línea del cortejo hasta el final del recorrido. La negrura sísmica no para de bailotear.

Luego del calor agotador de cielo sin sol viene la noche. Pero el calor continúa. Quibdó es la ciudad de la transpiración eterna. Yescagrande, barrio representativo del centro, prepara su arsenal fiestero. Y todo es con marca local, nada de artistas de otros linderos. Tal vez por la falta de presupuesto, tal vez porque no quieren muchos foráneos en su propio jolgorio. Se nota que la fiesta no es un homenaje al derroche. Bailarines locales conocidos como exóticos hacen duelos circulares para saber quién es el mejor a la hora de retorcerse, de jactarse de popping chocoano, de contorsionarse en la infinita flexibilidad afro, duelos llenos de alegría, algarabía y aguardiente Platino. Entretanto las mujeres locales sacuden su trasero presto para la conexión genital, en el bárbaro y fascinante choque, el anca revoloteando cual batidora dispuesta a recibir al compañero que disfruta la cercanía, en una especie de galope libidinoso y sin prejuicio, las formas naturales de la danza quibdoseña.


La música en vivo está contagiada del aire popular del interior. El vallenato es columna pétrea de peluquerías, asaderos y cantinas, y no deja de serlo en los barrios paganos del San Pacho. La caja y el acordeón revolotean decibeles entre las bandas de covers. Son grupos privilegiados, pues son casi las únicos que llevan instrumentos. El resto del cartel son cantantes emergentes de salsa romántica y reggaetón que se deben defender cantando con pista al mejor estilo del transporte urbano. No obstante, la gente corea, baila y goza entre las gotas de lluvia nocturnas que diariamente acompañan el pavimento del bochorno chocoano. ¿Lo mejor? La chirimía, el formato que revuelve la entraña del negro, el indígena, el blanco. El poder de los vientos pacíficos que hacen erupción en tarima para rodear de negrura el espíritu de la celebración.

Entre el olor del arroz con longaniza y sopa de queso el río recibe la Balsada. Los barrios representativos decoran con esmero doce rústicas embarcaciones que se disponen a ser el objeto de la mirada de fieles y ajenos. El agua pone a navegar un banderero que agita el estandarte, una delegación corta en forma de comparsa, la banda de chirimía y el balsero. San Francisco es entonces el patrono del agua entre flores, ornamentaciones caseras, bombas de inflar y la entereza festiva que proyecta la banda. El malecón, atestado de cercanos y ajenos, recibe con alborozo el acto de las balsas franciscanas en el agua, que evocan la primera celebración de Fray Matías Abad con los indios del Atrato en el siglo XVII.

Después de pecar hay que rezar. Yescagrande, Alameda Reyes y Niño Jesús fueron los barrios de turno en cerrar el pagano frenesí. Pero al final de la fiesta, a las tres de la mañana se concentran los Gozos franciscanos, una procesión solemne de gente silenciosa que va al ritmo de unos hermosos cantos afro en honor al santo, una voz de ángel de piel negra que busca redimir toda culpa. Doce horas más tarde la procesión se hace multitudinaria, con San Pacho en hombros, la banda musical tocando su himno y el padre dirigiendo la devoción. Y es que los chocoanos, así como bailan rezan. La fe en su patrono es inmensa, cumplen mangas -penitencias- vestidos de franciscanos y cantan con convicción las alabanzas a San Francisco de Asís. El ritual debe arribar a la catedral en una misa estelar donde los habitantes se purifican del pecado y espantan la pena. Todo debe ser negra pureza.



San Pacho es parranda, sudor, agua y oración. Es el desahogo febril de las piernas durante cuatro meses - la fiesta se extiende a los barrios pequeños hasta diciembre- , es el grito estoico de la negritud invisible, es la inquebrantable fe que atraviesa ríos y selvas, es el calor hostigante que muta en una inexplicable paz, pero ante todo es un manifiesto de pertenencia e identidad que ninguna multinacional o guerra les puede quitar, es el Chocó en su calidad humana sobresaliente y sobreviviente, un legado cultural que sigue marcando huella por generaciones enteras.