PaisajísTico. Entre el clima agradable y la textura verde de sus montañas asoma la serena bienvenida de Costa Rica, un país pequeño en extensión pero amplio en riqueza biodiversa, oloroso a café y patacón, que corre en carreta y se expresa entre el sol playero y la energía de sus volcanes.
El calor de Alajuela es permanente, acosa pero no ensopa el vestuario, una provincia solar que se mueve a ritmo de carreta. Allí se camufla Sarchí, precisamente la tierra de un patrimonio artesanal sorprendente, maquillado en colochos rodantes, instrumento clave de boyeros, amiga de los cultivos y primorosa en los desfiles montañeros, un trabajo pulcro de colorido rodante y donde se aloja la carreta más grande del mundo. Mientras se siente el calor consumible del chifrijo (fríjoles con chicharrón) se admira la iglesia metálica de Grecia, la fe férrea, paz metálica provinciana, un credo que vive sin afanes.
Boyeros, carretas y colochos: Sarchí |
La costa Atlántica respira sabores afro de mar grisáceo, reggae sin prisa y llovizna que aprieta sin ofender. Puerto Viejo acoge las raíces africanas con sus casitas de madera y negocios artesanales, en una arena variada que a veces oscurece en timidez y en otras se viste de brillo. Caminos naturales llevan al sosiego lejano de Manzanillo, trópico pensionado de oleaje reposado; el calor atrevido de Cocles invita a alquilar una tabla y retozar en surf; el río se hace cómplice junto al mar de Punta Uva, destino familiar de ancha playa y zapatilla suelta. La compañía gastronómica es el rice and beans, donde una vez más aparecen los triunfales fríjoles con su respectivo arroz, pero que baila piezas de acompañamiento junto a comida de mar y cierto picante oceánico.
Costa Rica es costa linda: Playa Manuel Antonio |
Las arenas se hacen más rubias en ciertos sectores del Pacífico. El surf se apodera del ambiente, las maletas pasajeras circulan con más frecuencia y las especies se hacen más visibles. Jacó es un punto de partida estándar, la playa cercana del capitalino de San José, de banderas arrugadas, olas estiradas y descansos prolongados; en Quepos el panorama es de tipo naval con puerto incluido, malecón amable y luces nocturnas suntuosas; la belleza se despliega en el parque Manuel Antonio, santuario natural que se jacta de playas admirables, iguanas traviesas, senderos de buenos modales y miradores fotogénicos, un paraíso marítimo que congrega una suerte de Edén que solo interrumpe su paz entre tanta chancleta anglosajona y humano curioso, pero que da la bienvenida a las mejores fotografías del trayecto Pacífico.
Cráter de agua. Laguna de Botos |
Sin volcán no hay viaje completo. Más de 100 de esta clase en todo el país y con caminatas de frío hirviente para acompañar la aventura. El escogido, el Poás, pertenece a la provincia de Alajuela. Está vivo y con ganas de expectorar pero no deja de ser tímido ante la bruma, se camufla entre nubes y es prudente ante el espectador pero cuando revela su rostro se hace enorme y muestra su poderío sin miedo. Sin muchos pasos de diferencia lo acompaña la laguna de Botos, un cráter apagado que se embelleció con tratamiento acuático, paraje de silencios musicales rodeado de verdor que respira altura, un homenaje a la imperturbabilidad costarricense de naturaleza sinfín.
Edificio de Correos. San José vive. |
San José es una mezcla entre calma tropical y asedio urbanístico, una ciudad que se desarrolla sin afanes, que cuenta con la ventaja relativa de una población moderada para mejor circulación en las calles. Una amabilidad discreta que genera fotografías en su Oficina de Correos, la gracia de su Teatro Nacional, el orden de su estación de ferrocarril, el paso seguro del parque Morazán, la sobriedad de su cine Magaly. Una capital muy caminante, desde la fuente de la Hispanidad hasta la amplitud de la Universidad de Costa Rica y el llamado nocturno del barrio California. Parada obligada en el Mercado Central y sus colosales ollas de carne, sustanciosas y cargadas en tubérculos que se bajan con jugo de cas, entretanto sus corredores se estiran en locales artesanales y frutas y hortalizas nativas. No hay que dejar de brindarle kilómetros peatonales al barrio tradicional Amón, pintado de bohemia y casitas coloridas que guardan bajo sus paredes sonidos de jazz, hardcore o sabiduría indígena bribri.
La devastación atractiva. Ruinas de Cartago |
El desayuno tradicional es el gallo pinto, otra entrada gloriosa del fríjol negro con arroz que en complicidad con el café negro dominan el universo estomacal de este país. Se encuentra en casi todos sus rincones incluyendo Cartago, que podría llamarse la capital religiosa tica. Una ciudad fría y apacible con algunas casas de corte sureño estadounidense, unas ruinas históricas que transmutaron en atractivo turístico, una plazoleta digna de romería, una bandera que puede envolver un cantón completo y una basílica recolectora brutal de oraciones, Nuestra Señora de los Ángeles que recoge feligreses entre sus cúpulas varias y es punto principal de peregrinaje de todos los que tienen negocios místicos con Dios.
Alfombra verde. San Antonio de Escazú |
Costa Rica es un destino de paz. Benevolente, discreto en locuacidad, no se revoluciona, se disfruta con sus empanadas de repollo y sus fríjoles imperiales. Ofrece visiones cosmopolitas y andanzas de boyero en Escazú, panorámicas campeonas en La Ventolera, libertad sin ejércitos de su Museo Nacional, senderos de arena bañada en sencillez calurosa, cultivos amables de fresa en Heredia y canciones nostálgicas de Malpaís o Walter Ferguson. Un paraje latino que respira pureza biológica, serenidad tropical y un ofrecimiento comedido como destino para abrazar.