El tren de mediodía deja vislumbrar un amable otoño en la estación de Pamplona. La calma arbórea, la digestión serena de las calles abre un espectro que poco se siente en las urbes de Latinoamérica: sosiego, prudencia, murmullo, sonrisa respetuosa. El casco histórico asoma en estrechas calles de casas longevas de gran estatura, con un decorado inconforme de una historia difícil con la soberanía española y una lucha constante por mantener su identidad intacta. Iruña abre sus puertas de modo discreto. Kaixo.
Los jueves son la agitación febril de la calle en Pamplona. La población joven se aglutina en un bullicio de tapas, brindis de patxarán, charlas de tono político, melodías de Oi y punk que reverberan en los parlantes y una discordante armonía de jóvenes alegres que lían tabaco, beben montados en bicicleta y prueban orgasmos en forma de tortilla mientras la noche criminal despierta todos los sentidos y conspira para que nunca llegue el mañana entre riffs de guitarra y guturales cánticos en euskera. Topa.
Más discreta, más parca, más pujante, Bilbao asoma en un amanecer grisáceo, un tanto industrial, con la expectativa de que al día lo salve el amor al arte. Y así sucede. El Museo Guggenheim es el punto de la redención artística en País Vasco. Años de lienzos, esculturas, esfuerzos ingeniosos y epifanías visuales se recogen en sus paredes, con nombres de resonancia magna como Picasso, Monet, Van Gogh o Giacometti. Un trago artístico de Europa en las Rocas. Es la parada obligada, por encima de los botes turísticos, de un partido del Athletic o la playa de Plentzia. Handia.
Para asegurar la sensación de buena marcha por el camino del euskadi, es necesario dejarse llevar por el golpe de la Pelota Vasca en el frontón de Labrit. El bícep más letal, la muñeca más contundente, la disputa de una tradición que los locales disfrutan tanto como el fútbol, entre despedidas de soltero y pasionales arengas a los pelotaris. Hay tres partidos, dos de doblistas y uno en sencillos. El torneo se deja impregnar de un apellido: Olaizola, el legendario delantero de mil batallas ante la pared, que poco a poco disminuye su leyenda con el pasar de los torneos y cae con Víctor, relevo generacional. Los seguidores de la tradición se lamentan, los detractores miran con buena cara el futuro. Todos detrás del símbolo máximo del brazo más diestro, la Txapela.
Redondear una jornada en País Vasco es introducirse en el Nafarroa Oinez, una especie de colecta para las ikastolas, escuelas de euskera en el territorio, a través de un evento cultural que dispone de secciones deportivas, gastronómicas y musicales, reivindicando el espíritu del nativo. Altsasu fue la localidad escogida en esta ocasión, con una helada bienvenida mañanera y un otoño con cara de pocos amigos. No obstante, las competencias rurales deportivas amenizaron el nubarrón matinal entre socatiras - tira y afloja de cuerdas por equipos-, la búsqueda del leñador más veloz o acrobático y los aserradores más efectivos.
Gigantes muñecos, personajes tradicionales del costumbrismo vasco, desfilan junto a los conjuntos veteranos que aderezan con txistus y tamboriles la marcha dominical, y poco a poco van invocando al sol. La cerveza se hace compañera de las cuadrillas, no hay edad para liar tabaco y la congregación de sangre hecha en Nafarroa incrementa su cauce. El soporte musical en vivo se manifiesta a través del oi, el ska duro y los berridos pasionales en euskera, delicias del respetable que brinca hasta que el riñón lo permita. Finalmente, el beat electrónico, soberbio en pesadez, termina de desacomodar las vestiduras de los felices borrachitos de la tarde y soltar cariñosos balbuceos euskaldunes. El futuro es idílico y la tarde promete besos y pollo frito en euskera. La noche cae y el Oinez termina, pero la aventura de la vida no brinda pausa. El tren de la mañana hablará otro lenguaje. Agur.