En 1948 la historia política colombiana se partió en dos gracias a la figura mesiánica del caudillo liberal que parecía entregarles a sus compatriotas la Tierra Prometida. Jorge Eliécer Gaitán era la misma representación de la redención sociopolítica de un pueblo sediento de paz y bienestar que lo vislumbraba en un trono presidencial vestido de mecenas popular. Su asesinato el 9 de abril provocó uno de los hechos más estruendosos y brutales dentro del prontuario histórico colombiano, el Bogotazo, lleno de llamas, muertos, saqueos e histeria colectiva que abrió la brecha al río interminable de sangre que ha corrido por el país y que parece eternizado por la sorda ansiedad de poder de nuestro pueblo. Es aquel el escenario que inspiró la realidad ficticia de Roa, la tercera entrega fílmica del director colombiano Andrés Baiz.
Andrés Baiz y su punto de vista del Bogotazo. |
CONSPIRANDO EL CRIMEN
Si esperamos ver al caudillo redentor, discursivo y grandilocuente, este no es el lugar para apreciarlo. La atención se debe centrar en Juan Roa Sierra, el presunto culpable del deceso del líder y de quien se esconden múltiples interpretaciones sobre sus intenciones asesinas, sus colaboradores y su imagen como cortina de humo para los verdaderos autores del magnicidio. Una especie de JFK a la colombiana. Inspirada en el libro El Crimen del Siglo de Miguel Torres, la historia aborda con sucesión de detalles los días previos al trágico evento donde logramos descubrir un personaje inseguro, supersticioso, soñador y fracasado, quien se complace en jactarse de mentiras, que espera ser una figura que cambie el mundo, que se cree la reencarnación de Francisco de Paula Santander y que se debate en un dicotómico sentimiento por el político liberal, que lo llevará a su funesto final como responsable de su asesinato.
Roa, el infortunado elegido. |
El guión tuvo que ser sometido a diseccionar fragmentos y personajes del libro. El texto original de Miguel Torres es un compendio de detalles, descripciones y sucesos que logran recrear el universo de los cuarentas en la Bogotá de La Violencia. Hay personajes como el conductor Pote, el extranjero Tom o el tinterillo Urrutia que son descartados para la historia en celuloide, e incluso adaptan un empleo para Roa que no se relata en el libro, el de pegar carteles en la ciudad bajo la jefatura de un argentino (tal vez por términos de coproducción tuvieron que incluir este personaje). El libro tuvo que sufrir de peluquería obligada en el relato y, excepto algunos detalles de cierta conspiración extranjera contra el líder liberal que le hubiera brindado más tensión, el guión parece cumplir con la necesidad de contar con los elementos clave y las secuencias adecuadas para desarrollar la historia de Juan Roa Sierra.
LA BOGOTÁ DE BAIZ
Mientras vemos un protagonista de ojos expresivos condenado al fracaso (Mauricio Puentes), hay toda una magia de ciudad que sale desde su mirada. El mayor acierto de Roa no se traduce en su argumento sino en su entorno. Los autos, las calles, el ritmo de la Bogotá antigua creado por la directora de arte Diana Trujillo causa empatía y nos transporta a la época sin mayor dificultad. La Merced, Palermo, Teusaquillo y el Centro Histórico son los bellos disfraces de un mundo sin graffiti ni reggaetón, de un universo ataviado de sombreros y radios gigantescos y de un vestuario cuidadoso bajo la curaduría pertinente de Camila Olarte, quien vistió de gala antigua a aquella ciudad en cinta. Aquellos aportes al contexto de Roa brindan un mayor deleite al ojo del espectador y logran situarlo a la altura de las circunstancias.
El Transmilenio de la época: El tranvía. |
La Bogotá de Baiz no se ve fría. El Distrito se colorea de tonos cálidos, un poco afrancesados si se quiere. La gente se ve culta, en el tranvía hay cultura ciudadana y hasta los lustrabotas y vendedores de lotería son gente respetable y de digna facha, una ciudad idílica en la que dan ganas de residir. Hasta los prostíbulos de San Victorino se enmarcan en un ámbito de pulcritud que cualquier casa de burlesque envidiaría. Tal vez tanta belleza sea dañina para crear aquel mundo de fantasía, sin embargo el entorno fotográfico es acogedor, cómodo, cuidadoso, que precisa en los detalles cuando se requiere, que en ningún momento se marea de vértigo y que compone con calma pulcra entre tonos terrosos que llaman a una nostalgia feliz. La foto de Roa no es atrevida, pero nunca requiere serlo. Sigilosamente se acerca al crimen, sin prisa pero sin pausa.
LOS ACTORES DEL CONFLICTO
Mientras los ojos protagónicos de Roa se van abriendo con el fatídico descubrimiento de su destino, los papeles que lo acompañan no se visten de virtuosismo. El Gaitán de Santiago Rodríguez es un rol sin veneno político, sin la enjundia de su oratoria y sin la sensibilidad social que le pintan algunos historiadores; desde la dirección le dieron un enfoque de funcionario común con más visos de popstar que de iluminado político, además del prontuario cómico que trae detrás el actor y que no le beneficia a la imagen que traen los libros del mítico líder; Catalina Sandino una vez más se interpreta a ella misma, sin mucho temperamento, sin un momento memorable; Rebeca Lopez interpreta a la madre de Juan Roa con digna paciencia y aunque no tiene un momento estelar en el filme, logra su cometido con callado juicio; el legendario Don Chinche (Héctor Ulloa) interpreta un fotógrafo de suicidas en el Salto del Tequendama, de quien se tiene una impresión bonita, pero que no pasa de ser meramente anecdótica; el más destacado en esta ficción histórica es el llamado Mandamás en el libro (Julio Pachón), el villano conspirador que acecha y motiva a Roa al delito y a quien le ayuda la facha y la voz para encarnar el Mal desde una oposición nebulosa. Mauricio Puentes, aquel Juan Roa Sierra paranoico y perdedor, se expresa con fuerza desde su gestualidad mas que desde su parlamento y logra moldear en su punto aquel anónimo que se hizo célebre después de muerto.
Al Gaitán de Santiago Rodríguez le falta sazón política. |
Durante toda la cinta existe aquel paralelo entre el líder y su histórico asesino. La brecha social es comparada a través de sus conductas, profesiones y roles familiares. Roa aprende a manejar taxi mientras Gaitán ostenta su auto de última gama; La Merced es un barrio que ofrece opulencia, el Ricaurte despide un olor popular de casas sencillas con fachadas de cal pintada; el político es un padre ejemplar que colabora con las tareas de su hija, el inoficioso es un padre que le roba los cuadernos a su hija y se gasta la plata del diario en matinés de cine; el universo del líder se expone entre despachos con poltronas de cuero y restaurantes lujosos, el cosmos del desempleado se viste de calle y ruido y sus manjares se reducen a pan o café. La aproximación de aquellos espacios sociales disímiles logran crear puntos de referencias clave dentro de la conducta de Roa en los encuentros entre los dos personajes: El primero en el Parque Nacional despierta la admiración y respeto, el segundo en el despacho de abogado llama al odio y desencanto, y el tercero y definitivo previo al asesinato afirma pavor e incertidumbre.
LA VERSIÓN DE UN BOGOTAZO
Algunos espectadores van a ver la película con el objetivo de resolver el crimen y saber quién fue realmente el autor del magnicidio. Tal como en el caso Kennedy, nadie lo supo. Y de hecho, ni la misma película nos ayuda a desenmarañar el enigma de los disparos. La versión de Baiz no se parcializa y opta por una interpretación abierta, donde solo nos deja en claro que Juan Roa fue un instrumento para desviar la atención de la verdad. Al no resolverse el caso, no queda otro remedio que seguirse planteando las preguntas.
Algunos espectadores van a ver la película con la intención de conocer la faceta ejemplar y poderosa de Gaitán. Aquí también saldrán disgustados con el resultado, puesto que esta no es una película sobre el político, sino sobre el criminal. Y van a ver un perfil lejano a la grandeza que ofrecen los libros sobre el caudillo, donde sale un Gaitán que remedia los predicamentos con berenjenas y sus frases más agudas salen desde una cancha de tejo tomando cerveza, y sus discursos carecen del incendio ideológico y locuaz de su verdadera personalidad. No queda más remedio que esperar un biopic del líder por parte de otro director.
Algunos espectadores van a ver la película con la intención de explorar la Bogotá de los cuarentas. Este es el público que va a salir más satisfecho porque se podrá sumergir en aquellas calles históricas, en el tranvía sin vendedores ambulantes, en los loteros con credibilidad, en la agitación soportable de un Centro más amable. Todos estos elementos son el bello decorado de un ser humano intranquilo que vive las carencias y frustraciones, que se mueve entre el rebusque del cristiano común y corriente, que tiene madre, esposa y una hija y que como todos nosotros, quisiera cambiar el mundo con algún acto magnífico de la vida. En su caso, logró hacerlo desde el momento aciago en que decidió participar en la muerte de un líder trascendente en la historia de un pueblo. Allí es cuando descubrimos el Bogotazo anónimo, el que generalmente no cuentan los libros de historia, porque ella siempre se va a encargar de narrar la epopeya de los vencedores.