Es un total zarpazo de buena voluntad y una afrenta a la adversidad con la mejor disposición y sentido del humor el que se guarda bajo el bolsillo aquel padre que se exhibe en la hermosa cinta La Vida es Bella (1997), con el personaje de Guido Orefice como eje contra el Eje, como risa contra el llanto, como belleza ante desesperanza. El genio tras la guerra convertida en juego ya es conocido en todos los mares y cinemas, su excelencia de buen genio Roberto Benigni.
En dos partes se resume el hilo narrativo de la historia: Primero en la conquista, el cortejo impredecible y la genialidad de improvisación que sostiene Guido con su amada profesora Dora en tiempos de paz, en unos años treinta románticos marcados por la parsimonia de un paraje llamado Arezzo que concibió en época gloriosa a Miguel Angel o a Petrarca, bajo un sol benévolo (y alguna lluvia conquistadora), unas calles en declive que corren como ríos generosos y llaves que vienen del cielo, sombreros de canje malicioso y salmones finos con camareros no tanto. El amor, la convicción bajo la influencia de Schopenhauer, la noble humildad y ante todo el sentido del humor son las banderas emotivas de un Guido dispuesto a la conquista.
La segunda parte de la historia viene con la llegada de Mussolini al poder y el desplazamiento de la población judía a los campos de concentración nazi. Esta vez el paisaje sombrío de trajes de rayas, sudores indeseables, duchas letales y fusiles amenazadores son combatidos por el ingenio de un juego creado por el padre para el hijo donde mil puntos son la consigna, el escondite es la premisa y un tanque de guerra es el premio. Deben compartir alojamiento mustio de hombres con cara de no futuro mientras en construcciones contiguas la madre ofrece su servicio de esclava con tal de no estar lejos de su familia.
Aquí viene lo fabuloso e increíble del holocausto: Mientras se vive la honda masacre de judíos en cualquier esquina con olor nazi, Guido (Un Roberto Benigni inspirado) se encarga de ofrecer un verdadero concurso, una carrera de observación marcada por el buen humor y el aliento de disputa contra la infelicidad. Sólo hay que recordar la escena en que se da la explicación de las reglas del juego, un alemán regordete de uniforme siniestro habla un idioma venenoso y el italiano cantado de Guido rompe con una traducción de piñata para engañar piadosamente al pequeño Josué, interpretado de magistral forma por el adorable Giorgio Cantarini.
Y hay más: Un padre empeñado en sostener su discurso de alta competencia, de juego inocente, cuando no se debe pedir merienda, cuando es prohibido llorar, cuando con ingenio permite a su hijo renunciar al juego en medio de la guerra y esta vez Josué cede a quedarse, cuando en el comedor impide ser descubierto por culpa del "Grazie" del niño en el juego del silencio, cuando a costa de lo que fuera el chico debe jugar a las escondidas hasta la llegada de la paz absoluta a este infierno disfrazado de parque de diversión ideado por un padre que sabe que una infancia marcada por la imaginación y el juego será mil veces más divertida que el recuerdo de los estertores de la guerra.
Y entre la sonrisa que despide la dentadura inventora de Guido surgen preciosos momentos de reencuentro con Dora (Nicoletta Braschi) a pesar de la distancia. En primer lugar, las voces de los protagonistas que roban velocidad del sonido en el micrófono nazi que baja la guardia un instante y deja pronunciar la esperanza en un discurso corto siempre iniciado por el memorable "Bongiorno principessa". Se mantiene la luz de vida mientras La Barcarola de Offenbach desbarata los cimientos insensibles del oscuro futuro, y la vitrola atraviesa toda clase de malos augurios, reavivando el idilio entre Guido y Dora, en edificios que despiden odio, pero que sucumben ante el hermoso acercamiento de la música como herramienta de amor.
En momentos de tanta desesperanza e incertidumbre, aparece un universo paralelo recreado especialmente para olvidar los estragos de los fusiles y el desprecio étnico tan absurdo como maligno. Una ruta que, curiosamente hace ver una construcción tan parca y dañina como un tanque de guerra, como un sencillo juguete que emprende caminos con su cañón y sirve para saludar a los campesinos que siembran, a los tapiceros que saben de filosofía, a los doctores obsesos con acertijos y a los tíos con restaurantes finos y caballos verdes. Una fantasía que no cabe de dicha en la mente de un inocente infante que burló a la conflagración mediante la red de maravillosas mentiras que le ha inculcado su padre, para mantener la felicidad como objetivo para el resto de su infancia.
A pesar de la inconsistencia del tiempo (la guerra inicia en 1939 y termina en el 45, y el niño no crece ni un poquito), y de ciertas faltas que pueden ser mortales para un judío, como un camarero enseñando italiano a unos niños teutones, estos pequeños furcios que se saltan la historia pasan a ser irrelevantes con el relato en el que se enaltece la consigna del amor paterno -y conyugal- por parte de un hombre que solo quiere brindar felicidad y bienestar a su familia, a pesar del oscuro cielo que cubrió a Europa durante los primeros años cuarenta.
Tres Oscar en su haber -entre ellos el de mejor película extranjera-, premios Goya, César y Cannes además de numerosos festivales, confirman que Benigni tiene el don de convertir la tragedia en belleza y la tristeza en sonrisa con un buen par de situaciones, y tales atributos como cómico que ha llegado a ser comparado con Buster Keaton, y de hecho es considerado el mejor actor del género durante los noventas. A veces se llega a pensar que padres como este en el film, solo puede haber uno, pero qué bueno que se pudiera engendrar una raza nueva de padres tan Benignis, para hacer de todos nosotros la Vida un poco más Bella.
Compadre, por acá poniéndome al día con su blog.
ResponderEliminarSobre Benigni, pues qué mejor lección para un hijo que la belleza de la vida. Claro está, el problema sería cuando el pequeño encuentre que toda esa belleza tiene un fin, aunque para entonces eso ya no debe importar.