16 may 2012

LA FUERTE FRAGILIDAD DE PINA


La danza es el lenguaje del cuerpo. La imagen es el lenguaje del cine. Cuando estas dos formas de comunicar hacen sinergia, aparece la mano, o mas bien, el ojo providencial de Wim Wenders para recrear una de las propuestas más arriesgadas y hermosas en celuloide con aquel homenaje póstumo dedicado a la coreógrafa y maestra de la danza contemporánea alemana Pina Bausch, quien tuvo un enorme prontuario de creaciones que se originaron a mediados de los setenta y finalizaron con su intempestivo deceso en junio de 2009.

"Dancen, dancen, o estarán perdidos" Pina Bausch
Pina es una idea que empezó a dar vueltas en la cabeza de Wenders desde que se llevó una impresión conmovedora con la exhibición de la obra Cafe Müller en 1985. Su conexión con Pina Bausch fue inmediata y desde allí comenzaron a idear formas de llevar la danza contemporánea a pantalla grande. Pero el director de cine veía limitaciones técnicas, escollos audiovisuales que no le permitían materializar la sensación de danza sensible ante un espectador sentado en la silla de un cinema. Años después, la posibilidad del 3D le brindaría la epifanía que serviría para exponer una propuesta rodada en un proyector.

El proceso del filme comenzó con las dos cabezas magistrales, cada uno proponiendo lo mejor de su arte. Pero la muerte súbita de Pina Bausch enrareció el ambiente y detuvo la producción. La convicción de la Tanztheater Wuppertal, compañía que se llevó la gloria bajo el mando de Pina, hizo que Wenders retomara el proyecto y se dejara llevar por la fluidez de los cuerpos, por las sensaciones de los elementos conjugados con los seres humanos, con el máximo entorno de la danza hecha imagen. Hecha cine.


Ojos certeros y sensibles: Wim Wenders.
Una cinta de esta naturaleza solo puede ser aprobada por quien admira las bondades del movimiento corporal, de la gestualidad y  la magia de la danza. Las coreografías son desfogues de sensibilidad al viento, sensaciones de soledad que claman por un ápice de afecto, una muestra de fragilidad que se hace fuerte con el impulso, de precipitaciones sísmicas que se van desvaneciendo hasta la endeblez, enmarcadas en cuatro escenarios que la mente de Bausch concibió durante su carrera y que la hicieron objeto de absoluta reverencia en el mundo dancístico: La Consagración de la Primavera (1975), Cafe Müller (1978), Konthaktof (1978) y Luna Llena (2006).

Clave, la distribución del espacio, el manejo de los planos -tanto en danza como en cine- y la cercana gestualidad de los bailarines, donde la cámara los acompaña, los percibe, escucha sus plegarias y recoge sus desahogos como una bailarina pasiva que se entromete sutilmente en las coreografías para acercar la obra al público de forma más íntima. El plus es la capacidad del 3D para crear aquella profundidad de campo, romper con las distancias convencionales de los 35 mm y hacer al espectador partícipe de las atribuladas y felices gestas coreográficas de la película.


El indiscutible protagonista es el baile, matizado por el espíritu omnipresente de Pina en todas sus manifestaciones. Los integrantes de la Tanztheater Wuppertal brindan una ofrenda virtuosa con sus mejores modos de ser uno con el viento, recrean con testimonios cortos pasajes de sus propias experiencias en la compañía con Pina, las sensaciones que logró despertarles y la mejor forma de hacerlo tangible con su baile. Uno por uno, van invadiendo líneas del metro, zonas industriales, piscinas y parques para demostrar su amplitud de movimiento, su conexión con el espacio a través de la danza.

Un delirio intranquilo se siente en las melodías de Stravinsky, que acompaña la convulsa y suplicante danza de Le Sacre du Printemps -La consagración de la primavera-, un caos angustioso que se baila sobre tierra, donde los beneficios del 3D se hacen más visibles y donde el grupo entero de hombres y mujeres entran en un estado de ansiedad, de desasosiego, de la búsqueda de la virgen que será escogida para rendir tributo a la estación primaveral. La mujer vestida de rojo crea una xenofobia cromática, en medio de hombres y mujeres de blancura sucia, quienes saben que vendrá su sacrificio, y que buscan sacudir su ritual a través del desahogo danzado. Es el sector más abrumador, de ansiedad agónica durante el trayecto visual del film.

Una lucha continua contra la soledad: Cafe Müller

                                         
De los ritualismos desprovistos de clemencia pasamos a la sensación del vacío y la soledad en Café Müller. El escenario es un brote de sillas y algunas mesas, un café donde el espacio es reducido, son obstáculos casi insalvables que impiden la unión de pareja. Una mujer, cegada por el desespero, se desplaza alrededor de este espacio limitado mientras un lazarillo contribuye a facilitar su búsqueda creando caminos entre aquellas maderas de cuatro patas. La música de Henry Purcell ahonda en aquel desamparo, mientras la mujer logra encontrar el calor del hombre con lágrimas calladas. Un silencio señalador se apodera de la escena cuando la pareja es separada por un hombre, en una serie sincronizada y agitada de movimientos, que expresan aquel máximo deseo de aplastar el abandono. Un fragmento que lucha contra la soledad, entre paredes grises y una cámara que prefiere no ser muy partícipe de la desolación y valerse del plano general.

No solamente hay mérito en la técnica, el formato y las danzas. El montaje se hace lucir en los pasajes que exhiben Konthaktof, donde tres generaciones se funden en un solo baile, lineal pero comedido, de alta gestualidad y simetría. Jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos son individuos en fila que quieren hacerle saber al mundo que existen, que no quieren estar solos, y que en medio de sus conflictos internos tienen espacio para burlarse de sí mismos. En una coreografía que se traslada entre la hilaridad y la reflexión, el buen montaje relaciona con tino tres ciclos cronológicos de la vida humana, sus necesidades y sus desarraigos, la eterna búsqueda de una compañía y un sincronismo pasmoso que hace dulces las intervenciones de los bailarines ancianos aficionados, sin demeritar la actividad motriz del equipo joven. Es la zona divertimento del filme, donde el montaje es el protagonista.

Ser humano y agua, un solo elemento. Luna Llena

La última pieza que presenta el experimento visual de Wenders es Vollmond -Luna Llena-. La necesidad de crear armonía con los elementos se hace más visible en este segmento, donde el agua se lleva los favores del contacto. Una luna acuática, una roca productora de sinnúmero de sensaciones mojadas, bailarines que viven su alegría y su delirio bajo un satélite lluvioso. Danza para el agua.Agua para la vida. Un cortejo entre el movimiento y las gotas, ideas corporales que se entremezclan con aguaceros espaciales, con un gran despliegue de actividad motriz, casi en una explosión pletórica de danza patrocinada por la gentileza de la luna llena. El momento de mayor libertad en el espacio y contacto con el mismo se lo lleva Vollmond.




Robots bailarines de metro. Tap libre de parque. Juegos de confianza a campo abierto. Muchos interludios que terminan por conformar este ensamble experimental que trae el ojo del director de Dusseldorf, que por fin ve materializada la esencia de la danzateatro en algunos rollos de película con el auspicio del 3D. Después de haber mostrado el lado sensible de la música a través de la ancianidad pródiga en  Buenavista Social Club, Wenders pasa del instrumento musical al instrumento corporal, ensalza las virtudes del impulso motriz y con la ayuda del legado de Pina logra convertir esa fragilidad de movimiento en una fuerza descomunal que absorbe al espectador y lo incita a escarbar en lo más recóndito de su humanidad para exponer sin miedo su ser sensible, y una vez más, justificar al arte como creador de emoción. En este caso, la siempre vanguardista danza de Pina Bausch, y el ojo siempre certero e intimista de Wim Wenders.